Pues nada, que resulta que dos buenos y jóvenes amigos míos decidieron entrar de lleno a la blogósfera con sendos weblogs: la inquieta Ada, alias The Pixie (en
Marshmallow) y el Oso Escamilla (en su
Otra cueva).
Se trata de dos talentosos amigos que están haciendo sus pininos en esto de la escritura (una más bien poeta, el otro más narrador). Habrá que seguirles de cerca la pista. Felicidades muchachos, nos estamos leyendo en la pantalla.
En la verdadera cueva del Oso
Y sí en efecto, ayer comimos en la casa del Oso y nos aventuramos en las mismísimas entrañas de la guarida plantígrada. Como sucede con gozosa frecuencia, el Oso me invita a comer, siempre suculentamente, patrocinados por su amorosa madre. Ayer, a diferencia de otras veces, nos quedamos platicando en su guarida durante varias horas, sobre las cosas importantes de la vida: libros y viejas. A mí me da mucho gusto (y a la vez algo de nostalgia) ver la pasión con la que el Oso se está adentrando en el mundo literario. El cabrón tiene una capacidad de lectura que ya la hubiera querido yo a su edad. También hubiera querido tener tantos buenos libros como él tiene ahora. Yo, a su edad (21 años) apenas atesoraba unas cuantas docenas de volúmenes. Él va, hoy, fácilmente, por sus primeros 500 libros, si no es que más. También me emociona que es igual de ecléctico que yo, quizá hasta más, ha leído autores bien raros. El jueves por ejemplo, me regaló
El procedimiento, de Harry Mulisch que en mi vida había oído mencionar.
Ayer también hice algo que no acostumbro muy a menudo: pedir libros prestados. Pero no lo pude resistir: los cuentos completos de Julio Ramón Ribeyro, un volumencito de Katherine Mansfield (más que nada por el estudio introductorio) y
El maestro de Petersburgo de J. M. Coetzee, que no ahbía podido conseguir. Ahora que escribo esto pienso por qué no me gustaba pedir libros prestados. Por una parte, creo que porque casi no tengo amigos que lean tanto como yo o que tengan en su biblioteca libros o autores que no haya leído ya. Pero, por otra, quizá se debe a una sensación extraña. Siento que pedir prestado un libro es como pedir que los dejes acostarte con tu novia o tu esposa, compartir algo muy preciado. Siempre he preferido comprar los míos que andarlos pidiendo prestados. Tampoco me gusta prestarlos, quizá también porque a pocos de mis amigos les interesa leer lo que yo leo, pero sobre todo porque pocas veces me los regresan. Ya lo decía alguien: es tonto el que presta un libro pero es más tonto el que lo regresa. (Pero no te asustes, Oso: sí te voy a regresar los tuyos).
Otra cosa que me di cuenta es que, al igual que yo, el Oso tiene una relación casi sensual (sensual, dije; no sexual) con los libros: los trata con sumo cuidado, no le gusta que se le maltraten, los acomoda con esmero. Bueno, con decirles que ¡a veces no les quita el celofan conque vienen envueltos sino hasta que los va a leer! Eso ya me parece un exceso, jajaja.
Mi amiga Lety me decía que le gustaba verme buscando en las librerías porque parecía que más que leerlos me quería comer los libros, que los tomaba en mis manos y los miraba golosamente, como saboreándomelos. ¿Será? Como nunca me he topado conmigo mismo en una librería, no sabría corroborar ese aserto.
En el mero Chisme
Ayer cené con tres amigas, Paty, Pilar y Adriana. La cosa es que Pilar fue mi jefa durante casi 4 años durante mi estancia en la Gran Empresa de Telecomunicaciones (GET). Cuando renuncié, tenía una extraña relación de amor-odio con todo lo que recordara esa época. Es medio complicado, pero voy a tratar de explicarlo:
No es una cuestión con la GET en particular sino con la vida corporativo-burocrática en general. Odio la despersonalización en aras del bienestar de la organización, odio la falta de respeto para el tiempo y la vida de las personas en aras de la "eficiencia" y la "productividad", odio la desorganización y la falta de planeación, odio la hipocresía y la "grilla", odio que la gente se autoengañe pensando que su trabajo en una empresa es lo más importante de su vida y que luego se desengañen dolorosamente cuando la empresa ya no los necesita y, sin ningún remordimiento, les da una patada en el trasero.
Pero simplemente me di cuenta que existen personas a las que les gusta (o la soportan porque no les queda otra) ese tipo de vida y que hay personas a las que no. Yo me tardé casi ocho años en aceptar que esa no era la vida que quería (me tragué completito el cuento del "señor gerente"), sino ésta que estoy viviendo ahora. ¿Por qué me tardé tanto? Quizá por miedo, quizá por tarado, o por las dos cosas a la vez. Pero afortunadamente ahora sé que mi libertad y mi tiempo para leer y escribir no los cambio por nada, porque eso es lo que quiero hacer con mi vida.
Ahora, tengo buenos recuerdos específicos de ésa epoca porque ahí conocí a personas que son aún mis mejores amigos, aprendí mucho sobre la naturaleza humana (buena y mala) y me ha dado mucha materia prima literaria. Además, reconozco la suerte que tuve de trabajar con personas que, a pesar de todo, fueron generosas y me dejaron desarrollar mis capacidades y mi creatividad. Pilar, entre ellas.
En fin, platicamos, cenamos y bebimos buen vino hasta que nos corrieron del lugarejo. Pilar contó una muy buena historia sobre una mujer francesa que a los 60 años se reencuentra de pura casualidad con su gran amor de juventud en un pueblaco alejado de la mano de Dios, pero resulta que él ya está viejo y gordo, y aún casado. Una historia de amor clasíca que podría ser interesante por la vida tan ajetreada de esta mujer: era corredora de autos, fue de las primeras en usar minifalda y entrarle a la onda del
topless en lugares públicos. Tendré que pedirle a Pilar que me cuente más y a lo mejor podría salir algo bueno.
Al final de la velada, Pilar me dijo: "¿Ya me perdonaste?" En realidad yo nunca estuve peleado con ella, pero creo que hacían falta los años que pasaron para que pudiéramos reencontrarnos. A mí sí me gustaría que fuéramos buenos amigos, y a lo mejor hasta algo más. Ella es una mujer muy talentosa e inteligente, pero siempre me ha parecido muy solitaria y necesitada de atención y cariño. Yo no soy precisamente
Mr. Tenderness, pero me podría aplicar a ello.
Lo que sí me di cuenta es que casi no platicó sobre ella misma. Me gustaría volverla a ver, pero nomás nosotros dos, para saber qué onda con ella.