miércoles, septiembre 11, 2002

El placer amargo

La cerveza es la bebida social por excelencia. Debido a su carácter eufemístico de "bebida de moderación" lo mismo se la encuentra uno en un encendido partido de futbol que en una inocente fiesta infantil. Sin embargo, a pesar de su ubicuidad, la cerveza no tiende a llevarse bien con otras bebidas. Son pocas las combinaciones aceptables que se pueden hacer con ella. Recuerdo dos: la inefable "michelada" (con jugo de limón, sal y, en algunos casos extremos, chile piquín y salsa maggie, con lo que, por ejemplo, en Veracruz y otras latitudes le llaman "chelada") y el "bull" (con ron, jarabe y limón; buenísimo para sobrevivir a las crudas).

Quizá por esa naturaleza de "ajonjolí de todos los moles", la cerveza no cuenta con el prestigio, digámosle literario, que sí tienen otras bebidas como el güisqui, el ron o, recientemente, el tequila.

Otro aspecto curioso es que los contados bebedores famosos de cerveza son, en realidad, poco sociables. Por ejemplo, el rocanrolero George Thorogood tiene una canción que se llama, precisamente, "Yo bebo solo" y que empieza así: "Yo bebo solo, con nadie más, porque tú sabes que cuando bebo solo prefiero estar a solas conmigo mismo. Cada mañana incluso antes de desayunar no quiero ni café ni té, nada más yo y mi buena Budwiser, eso es lo que necesito".

Otro bebedor empedernido de cerveza era el escritor Charles Bukowski. Durante mucho tiempo fue lo único que bebía, pues además era para lo que le alcanzaba su miserable sueldo en la oficina de correo de Los Ángeles. Existe una foto, entre tierna y escalofriante, donde está tumbado en su cama y junto a él una muñeca desgreñada mientras en su regazo carga una botella de cerveza, como si la estuviera arrullando. En su poema "como ser un gran escritor", el gran Buk recomienda: "tienes que cogerte a muchas mujeres/ bellas mujeres/ y escribir unos pocos poemas de amor decentes / y no te preocupes por la edad / y/o los nuevos talentos. / sólo toma más cerveza más y más cerveza. /Ve al hipódromo por lo menos una vez /a la semana / y gana / si es posible".

En otro poema, titulado precisamente "cerveza", el autor de La senda del perdedor hace acto de fe de su bebida preferida y le dedica una verdadera oda: ""No sé cuantas botellas de cerveza/he consumido esperando que las cosas/ mejoren / no sé cuánto vino y whiskey/ y cerveza/ especialmente cerveza/ he consumido después/ de romper con una mujer… la mujer es perenne/ vive siete años y medio más/ que el hombre y toma muy poca cerveza/ porque sabe que es mala para la /figura… cerveza/ ríos y mares de cerveza/ cerveza cerveza cerveza/ por el radio se escuchan canciones de amor/ el teléfono permanece en silencio/ las paredes están fijas/ como siempre/ y cerveza es todo lo que hay."

En nuestro medio, un gran consumidor de esta bebida fermentada fue José Alfredo Jiménez. A él le encantaba pedir tequila y empujárselo con cerveza, lo que en términos estrictos constituye una combinación letal, que no cualquiera soporta. Se sentaba en una mesa del rincón de la cantina y se ponía ver a los parroquianos con mirada vidriosa. De repente, tomaba una servilleta y escribía garabatos inintelegibles, que se convertirían en el germen de una canción. Eso es lo que me cuenta mi papá, por lo menos.

Hace un par de años, en Francia tuvo gran éxito un librito de Philiphe Delerm, titulado precisamente El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, donde mediante pequeñas viñetas rescata esas cosas que nos pasan inadvertidas y que constituyen lo que verdaderamente vale la pena vivir. Delerm afirma, entonces, que lo que realmente vale la pena es el primer trago de cerveza, "saboreamos el color, falsa miel, sol frío", y que seguimos bebiendo, como un placer amargo, para olvidar ese primer trago. Sigamos olvidando, entonces. Salud.

Mi vida como Chiva

Para Gustavo Reyes, amigo y ferviente americanista
(algún defecto había de tener)


En general, a los intelectuales no les gusta el futbol. Bueno, en general no les gusta ningún deporte. Los consideran espectáculos para la plebe, bárbaros e inútiles. Como las corridas de toros. Sin embargo, pierden de vista que, en estos tiempos de hipertecnologización (¿qué tal el terminajo, eh?), se trata de la manifestación más cercana a los tiempos en que estábamos en las cavernas y salíamos a cazar bisontes, venados o lo que se pudiera. Y utilizo la primera persona del plural porque el hombre moderno está más cerca de esos primeros cavernícolas de lo que creen esos intelectuales. El futbol es la gran metáfora de esa cacería primigenia, sólo que entonces los expulsados se iban derechito a la tumba.

Pero últimamente cada vez son más los escritores que sin rubor alguno manifiestan su afición, al grado de que en varios periódicos, durante el pasado Mundial de Corea-Japón, la sección deportiva se vio asaltada por nombres que uno esperaría encontrar más adecuados en el suplemento cultural de los domingos. Casi sin falta, estos bisoños comentaristas deportivos han citado en alguna ocasión al escritor francés Albert Camus, quien en su juventud fue portero de la Universidad de Argel: “Todo lo que sé de moral se lo debo al futbol”. Muchos lo hacen para tratar de darle cierto lustre intelectual a este deporte, pues suena impresionante que un escritor que ganó el Premio Nobel hable bien de nuestro deporte favorito, pero otros lo hacen nada más para apantallar, ya que seguramente no han leído completa ni una sola obra del autor de La peste.

Pues bien, yo no me puedo quedar atrás, así que voy a parafrasear a Camus: “Todo lo que sé de futbol se lo debo a las Chivas Rayadas del Guadalajara”. En efecto, soy Chiva ¿y qué? Sin embargo, mi predilección por este equipo está plenamente fundamentada. El “cantautor de la rima fácil”, el guatemalteco Ricardo Arjona, lo ha descrito muy bien: “Si yo volviera a ser niño, seguro no le haría caso a nadie: te heredan sus complejos, iglesia y hasta equipo de futbol”. Muchas personas no eligen el equipo de su preferencia sino que, simplemente, lo heredan, lo cual es sin duda una posición muy cómoda pero no tan convincente a la hora de defender los colores favoritos en una acalorada discusión dominical con la familia después de un partido.

La cosa estuvo así: dos de mis hermanos mayores nacieron el mismo día, sólo que con tres años de años de diferencia uno de otro. El mayor, Alejandro, le iba al Guadalajara, y el menor, Pedro, al América. Siendo yo el más pequeño, tenía que tomar partido y la decisión no fue fácil. Lo más conveniente hubiera sido elegir otro equipo (los Pumas o el Cruz Azul, por ejemplo), pero en la casa no se hablaba de otros equipos que no fueran las Chivas o los Cremas.

Vivíamos en la colonia Guerrero, enfrente del Jardín de los Ángeles. En dicho jardín había una sección que todo mundo conocía como “el pavimento”; es decir, una plancha de concreto con porterías. Ahí se armaban las cascaritas y las sesiones de “el-que-mete-su-gol-para”. Yo era muy chico como para que me dejaran salir, así observaba las acciones desde la ventana. Alejandro era muy buen portero, así que casi siempre le ganaba a Pedro. Cuando mi madre los llamaba para que se metieran a la casa, pues ya se acercaba la hora de que llegara mi padre y no le gustaba encontrarlos “de vagos”, mis hermanos seguían discutiendo acerca de futbol mientras merendábamos, y muchas veces estas discusiones alcanzaban dimensiones de batalla campal, en la que casi siempre ganaba Alejandro, por ser el más grande, mediante el infalible método de los coscorrones. Enojado y llorando, Pedro se desquitaba conmigo y me sometía al mismo castigo. Así fue como desarrollé mi aversión hacia los americanistas, armando un silogismo impecable: “Pedro pierde con Alejandro: Pedro es americanista: Pedro chilla y se enoja: Pedro me pega: Pedro es un perdedor: Los americanistas son perdedores, chillones y pegalones. Ergo: le voy a las Chivas”.

Además Pedro tenía en su contra que, junto a su cama, en la pared, había pegado un poster con la oncena crema, aquella donde aparecían Carlos Reinoso, Enrique Borja, El Pata Bendita, El Pichojos Pérez, Castrejón, entre otros. Yo no podía entender por qué mi hermano tenía que dormir todas las noches mirando a estos tipos. Eso me parecía, ahora y entonces, una macuarrada. Un ítem más contra la causa canaria: perdedores, chillones, pegalones y macuarros. (Por cierto: en ese entonces no se conocían como las Águilas: eran los Millonarios o los Canarios o los Cremas).

Alejandro era el más apasionado. No sólo lo jugaba bien sino que era portero del equipo de la cuadra: el (but of course) Guerrero F.C., que jugaba todos los domingos en los campos de Zacatenco. A mi hermano le apodaban El Plátano. Yo pensaba que era por su suéter amarillo con el que jugaba siempre, pero luego me di cuenta que era una distorsión muy oscura de su nombre (a los Alejandros se les dice también Janos o Jananos, de ahí Banano y de ahí al Plátano sólo había un paso). Además, Alejandro compraba revistas de futbol y estaba al pendiente de los partidos. Recuerdo especialmente las revistas Balón y Deporte Verdad, que era la publicación oficial de las Chivas Rayadas del Guadalajara.

Pero, sobre todo, me acuerdo de una historieta que se llamaba !Chivas, Chivas, ra ra rá!, que contaba las aventuras de Chivito, un personaje imaginario que militaba en el equipo junto con los jugadores reales, pero obviamente caricaturizados. El Centavo Muciño, en efecto, tenía la cabeza de centavo; Pedro Herrada era un caballo; El Willy Gómez era una especie de carnero, y Alberto Onofre tenía la cabeza en forma de anafre. (Como ven, los guionistas exudaban imaginación).

Cuando dejamos la colonia Guerrero y nos cambiamos a la unidad habitacional en Nezahualcóyotl, empecé a jugar con los chicos de la cuadra y formamos un equipo, el Guerrero Junior, que obviamente era la sucursal del Guerrero F.C. Alejandro era el director técnico (lo que en realidad es un eufemismo: su función era decidir quién jugaba y en qué posición y, sobre todo, asegurarse de que yo jugara (como era bien maleta; siempre me ponía como defensa, por lo menos para estorbar), pues mi padre pagaba la cuota de arbitraje en el Deportivo Los Galeana y siempre escogía que jugáramos el primer partido de los sábados, es decir, a las 7 de la mañana, para pasar a dejarnos en su camioneta antes de irse al trabajo. A las seis de la madrugada empezaba el peregrinaje por las casas para despertar a los integrantes del equipo. Por culpa de un chico a quien le apodábamos El Puebla (no porque fuera de ese estado sino porque tenía la cabeza en forma de camote), siempre llegábamos tarde a los partidos y a punto estuvimos de perder algunos por default, pero siempre esperábamos al Puebla porque tenía un disparo de zurda letal y nos aseguraba algunos goles.

La verdad es que éramos muy malos. Las dos ó tres temporadas que jugamos quedamos en último lugar. Pero cómo no iba a ser malo un equipo cuyos jugadores respondían a apelativos tales como El Tufi, El Abuelo, El Cachetes, El Chespi (por Chespirito), El Negro, El Ramírez y El Ramiritos (obviamente su hermano menor), El Mosco, El Cocho y yo, que me decían El Papi (pero no les voy a decir porqué, pues es sumamente bochornoso).

Recuerdo especialmente el partido donde el equipo campeón de la liga nos goleó como 7-0. La cancha estaba hecha un lodazal y terminamos a los golpes con los adversarios, que a pesar de estar en la categoría de menores de 13 años se veían como de 16, o sea, muy huevuditos. Seguramente eran cachirules. Con el orgullo y los botines llenos de lodo, regresamos en la camioneta de mi papá (todavía me pregunto cómo el hacíamos para caber todos en ella). Como era de esperarse, el interior quedó hecho un asco. Mi padre exigió que el equipo ayudara a la limpieza del vehículo, pero todos se escabulleron y ahí se acabaron las glorias del Guerrero Junior, pues, enojado, mi padre se negó a seguir pagando las cuotas de arbitraje de esos “pinches güevones malagradecidos y maletas” (son sus palabras).

Tiempo después formamos otro equipo y nos inscribimos en la liga de futbol de la unidad habitacional. El problema era que los campos deportivos de la dichosa liga no eran sino terrenos baldíos rebosantes de piedras, basura y vidrios rotos, donde en una barrida podías dejar embarrada media pierna.

Decidí entonces que mi pasión futbolera la manifestaría de la misma manera que el 90 por ciento de los mexicanos: viendo los partidos por televisión. Eduardo Galeano distingue a dos tipos de aficionados: al hincha y al fanático. ¿Dónde quedamos los que ejercemos nuestra devoción por la de gajos desde la comodidad de un sillón y flanqueados por una cubeta de cervezas y una charola de botanas?

Recuerdo que una vez eliminaron a las Chivas de la liguilla en el último minuto y me puse a llorar inconsolablemente. Mi padre, claridoso y práctico como es él, me dijo: “¿Para qué lloras? Llora por algo verdaderamente importante, no por tarugadas”. Pero eso no fue lo único que hizo que mi pasión rojiblanca fuera decayendo al paso de los años. En realidad, me tocó la época de vacas flacas (¿o debería decir “de chivas flacas”?) del Guadalajara, donde no pintaba para nada, nada más vivíamos del recuerdo de aquél “Campeonísimo”, que por cierto no atestigüe sino que reviví a través de las crónicas periodísticas y las remembranzas de mi hermano, que me platicaba del Chololo Díaz, Héctor Hernández, El Curita Chaires, El Tubo Gómez, El Bigotón Jasso, el Tigre Sepúlveda, Sabás Ponce, El Pina Arellano, el Jamaicón Villegas, Chava Reyes, Alberto Onofre, El Cabo Valdivia, los Cuates Calderón (que de tan galanes hasta salían en las fotonovelas y con María Victoria en “La criada bien criada”). Como habrá sido de famoso ese equipo que hasta la Sonora Santanera tocaba una canción donde los menciona. Se llama precisamente “El foot-ball”: “Toma la pelota Chava Reyes /tira un medio centro para allá /allí la recoge Héctor Hernández /tira un medio centro para acá /Ponce la recibe y hace un dribling /luego la coloca para atrás /toma nuevamente Héctor Hernández y ¡goooooooool¡”

De tanto añorar las glorias pasadas, los aficionados al Guadalajara desarrollamos una fea manía: el abuso del superlativo. El equipo no podía ser sólo “Campeón” sino “Campeonísimo”. No nos referimos a él simplemente como el “Chiverío” sino como “El Rebaño Sagrado”. Y recientemente, al iniciar la época de la Promotora, les dio por llamarlas las “Superchivas”. Contribuye a exacerbar lo anterior el chovinismo nacionalista de que en el equipo alinean sólo mexicanos, y que incluso en alguna ocasión diez integrantes de la selección nacional procedían de las Chivas. Todo ello lleva a confundir que el honor nacional están en relación con el triunfo o la derrota de un equipo, que tiene tradición y arraigo popular, pero nada más.

En esos tiempos, ni siquiera me llamaba la atención ir al estadio cuando venían a la Ciudad de México, donde siempre han sido como locales. La primera vez que pisé el Azteca fue para hacer mi examen de admisión a la UNAM y la segunda para ver a Elton John. Tuvieron que pasar 18 años, de 1969 a 1987, para que las Chivas volvieran a ganar un Torneo de Liga, bajo el mando de Alberto Guerra, ganándole al Cruz Azul 2 a 1. Entonces todos deseábamos que el Chiverío volviera al redil de la victoria pero nada. Siguieron otros diez años de sequía, hasta que en 1997 volvieron a ser campeones, con El Tuca Ferreti al frente, derrotando 7-2 al Toros Neza. Esa final me sorprendió con sentimientos encontrados, pues viviendo yo en Neza York le iba a las Chivas; sin embargo, la victoria fue contundente y, ni hablar, los locos de Mohamed se fueron como llegaron: sin nada. Es más, a la siguiente temporada los desmantelaron y se fueron a la segunda división.

Hace unas semanas un exitoso empresario tapatío (Jorge Vergara, dueño de Omnilife) cometió un sacrilegio: se propuso comprar al Guadalajara para devolverle el añejo prestigio de equipo triunfador, cosa que la Promotora no ha podido hacer desde 1993, ni trayendo a cuanto entrenador supuestamente ganador se les ha ocurrido (Ardiles, Beenhaker y Ruggeri, por ejemplo). Los tradicionalistas pusieron el grito en el cielo, pero mientras algunos viejitos miembros del club se escandalizaron, otros se relamieron los bigotes nomás de pensar en la dolariza que les esperaba si se hacía el negocio. Un senador dijo que la venta del Guadalajara era tan importante para el país como la venta de PEMEX o la Compañía de Luz, pues estaba comprobado que cuando perdía el Guadalajara bajaba drásticamente la productividad de los mexicanos, y viceversa. Tampoco es para tanto.

Sin embargo, la propuesta de Vergara lo único que ha hecho es arrojar aún más a las Chivas a los brazos del enemigo. Televisa, dueña del América, está dispuesta a invertir aún más en las Chivas, pues sabe que es ganancia segura. Antes ya había consecuentado la obscena promiscuidad de jugadores, que una temporada aparecían con una casaca y a la siguiente con la de sus archirrivales. El caso más patético fue el de Ramón Ramírez, que quedó tan mal luego de jugar en el América que nunca ha vuelto a ser aquel gran jugador que fue en la temporada 1996-97.

Hace apenas un par de años que atestigüé mi primer Clásico de Clásicos en el Azteca. Era un partido amistoso y el estadio no se llenó. Sin embargo, a pesar de que este tipo de encuentros se ha deslavado de tanto que los han manoseado Televisa y la Promotora, la rivalidad con el América sigue siendo legendaria. Es sólo comparable con la que las Chivas le reservan al Atlas, allá en la Perla Tapatía. Pero mientras los rojinegros han asumido con humildad su vocación perdedora como su inevitable sino (no han sido campeones desde hace 48 años), los aguiluchos andan crecidos desde que volvieron a ganar un torneo de liga el año pasado.

Es muy buena terapia contra el estrés desahogarse insultando a grito pelado a jugadores de nombres sospechosamente poco viriles. (¿Qué es eso de Pavel, Fabio, Braulio, Frankie, Duilio, Bam Bam, Fabián…? Parecen más bien nombres de peinadores de una estética gay). Pero, sobre todo, lo más gratificante ensañarse con el jugador más antipático y macuarro de todos los tiempos (Nota bene: Hugo Sánchez es más antipático, pero se le perdona por ser el mejor futbolista mexicano de todos los tiempos; además, nunca ha sido macuarro): Cuauhtémoc Blanco, quien, con esa cara y esa joroba, además de hacerse del rogar y escenificar desplantes de vedette, tuvo la desfachatez de embarazar a la Nacha Plus y andarle jurguneando los empalmes a la petacona tapatía (y traidora del terruño) Galilea Montijo. ¿Y aun así no quieren que odiemos a los americanistas?

¡Se levanta en el mastil mi bandera!


Todos los lunes, desde hace 25 años, puntualmente, a las 8:15 de la mañana, me despierta esta melodía, entonada por varias decenas de desafinadas gargantas infantiles: “Se levanta en el mástil mi bandera, como un sol entre céfiros y trinos; muy adentro, en el templo de mi veneración, oigo y siento contento latir mi corazón; es mi bandera la enseña nacional, son estas notas su cántico marcial, desde niños sabremos venerarla y también por su amor vivir”. El lector avezado se habrá dado cuenta que vivo justo enfrente de una escuela primaria; para más señas, la Escuela Primaria Federal “Laura Méndez de Cuenca” de la Secretaría de Educación Pública. Se trata, desde luego, de la ceremonia de “honores a la bandera”, en la cual millones de niños mexicanos de todo el país tienen que participar obligatoriamente al iniciar la semana en los jardines de niños y escuelas primarias y secundarias.

Para la gran mayoría de mexicanos que fuimos educados (o maleducados) en la religión católica, después de la misa, el homenaje a la bandera es el ritual público al que estamos más expuestos desde la infancia. Un estudiante que tenga la suerte de terminar la secundaria ha entonado desde el kinder, por lo menos, 350 veces el Himno Nacional Mexicano. Sin embargo, en cuanto se entra a la preparatoria, las únicas oportunidades que se tienen de berrearlo es la noche del 15 de septiembre, en el tradicional “Grito de Independencia”, o cada vez que juega la Selección Mexicana en el Estadio Azteca. ¿Por qué causa en las instituciones de educación superior no se hacen honores a la bandera si lo establece la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, en el segundo párrafo del artículo 15, que dice, a la letra (me encanta redactar como si fuera abogado): “Las autoridades educativas Federales, Estatales y Municipales, dispondrán que en las instituciones de enseñanza elemental, media y superior, se rindan honores a la Bandera Nacional los lunes, al inicio de labores escolares o a una hora determinada en ese día durante la mañana, así como al inicio y fin de cursos”? Misterio insondable.

Es bien conocido que todos los rituales relacionados con los símbolos patrios tienen un origen militar, los cuales, con ciertas modificaciones, han sido trasladados a la vida civil a través de la mencionada ley, cuya última modificación fue hecha en 1984. En ella, se establece, por ejemplo, cuál es la forma correcta de saludar civilmente a la bandera: “se hará en posición de firme, colocando la mano derecha extendida sobre el pecho, con la palma hacia abajo”. Esto deberían enseñárselo a los jugadores de la selección mexicana, pues es una verdadera vergüenza la forma en que algunos realizan el saludo como les da la gana, con el pulgar hacia abajo o el codo de plano caído, denotando una hueva abismal.

Parte fundamental del homenaje a la bandera lo constituye la escolta. Todas las escuelas cuentan con una escolta, que es la encargada de pasear a la bandera por todo el patio para luego rendirle honores. Ser integrante de la escolta debería ser considerado un privilegio, por lo que se supone que debería estar formada por los estudiantes más sobresalientes. Pero no siempre es así. Frecuentemente los criterios para seleccionar a los miembros de la escolta son políticos, económicos y hasta raciales. Y en mis palmas yacen los folículos pilosos para aseverar que la borrica es de color oscuro: tanto en la primaria como en la secundaria formé parte de las respectivas escoltas en calidad de “comandante”; es decir, era yo quien daba las órdenes a la hora de marchar. Me seleccionaron porque, además de tener uno de los mejores promedios de mi grupo, era más alto que el promedio de mis compañeros (por alguna razón, la estatura obsesionaba a los directores de la escuela), tenía la voz grave y sonora y había aprendido las complicadas órdenes para marchar. Por ejemplo, si queríamos dar vuelta a la derecha, no bastaba con decir simplemente “vuelta a la derecha” sino (entónese con voz de mando):“Atención, escolta: conversión a la derecha… ¡ya!”

Sin embargo, no todos los “cerebritos” se quedaban, aunque tuvieran diez perfecto. A unos se les marginaba porque eran muy chaparritos o porque estaban gordos o porque no podían pagar el traje de gala. El puesto de comandante nadie lo quería, pero el más cotizado era el de abanderada. Recuerdo que en la secundaria se dio una singular escaramuza por el puesto, dado que dos chicas se lo disputaban: Claudia Fabiola y Paula Carolina (en serio, así se llamaban). La primera, además de tener promedio perfecto de 10, era la presidenta de la sociedad de alumnos. Sin embargo, era gordita y poco agraciada, pero grilla como ella sola. En cambio, la segunda tenía promedio aceptable, era güerita y de muy buen ver, y además hija de la presidenta de la sociedad de padres de familia de la escuela. Por derecho, el puesto titular le correspondía a Claudia Fabiola y el de suplente a Paula Carolina. La madre de ésta puso el grito en el cielo. Salomónica y cobardemente, el director de la secundaria estableció que se rotaran el puesto, una y una en cada ceremonia. Astuta, Claudia Fabiola apechugó y no dijo nada, hasta que la empezaron a relegar en las ceremonias más vistosas (por ejemplo, el 15 de septiembre o el desfile del 20 de noviembre), en las cuales la convocada era Paula Carolina, a pesar de que no le tocara turno. Entonces sí puso el grito en el cielo y empezó a grillar, pero casualmente le hicieron auditoría en la cooperativa (la cual vendía refrescos y golosinas a la hora del refrigerio para luego utilizar las ganancias en beneficio de la escuela), la acusaron de malos manejos y hasta tuvo que dejar la secundaria.

La verdad yo prefería que la abanderada fuera Paula Carolina, pues así tenía la oportunidad de verla después de clases, cuando el sádico profesor de educación física nos ponía a ensayar en el patio a pleno sol. Al terminar, todo sudoroso, la acompañaba a su casa y creo que hasta me atreví a pedirle que fuera mi novia, pero seguramente me dijo que no. Lo que sí recuerdo era lo bien que se veía con el uniforme de gala, con sus tobilleras con borlas y unos chamorros portentosos bajo la falda tableada.

Pero creo que ya me estoy desviando del tema. A pesar de que los maestros se empeñaban en hacernos creer que era un honor formar parte de la escolta y gozar de beneficios adicionales que ya reseñé, en realidad era una monserga. Estábamos obligados a llegar media hora antes todos los lunes y concentrarnos en la dirección de la escuela. Nunca entendí para qué nos citaban con tanta anticipación, pues nunca pasaba nada ni recibíamos instrucciones especiales. Obviamente, aprovechaba el tiempo para tirarle la onda a Paula o ponerle apodos a Juan José Sol, otro de los miembros de la escolta: el típico matadito, serio y estirado. Entre otros apelativos a los que se hizo merecedor estaban “Hermano Sol”, “Soltarás” o “Solitario”, y cada vez que lo veíamos venir entonábamos las notas de “Here comes the sun”. (Como se verá, estar en la escolta no lo exentaba a uno de ser, ya desde entonces, medio ladilloso y mamuco).

Cuando faltaba algún miembro titular teníamos que andar buscando a los suplentes, que estaban obligados a llevar el uniforme de la escolta aunque no participaran. En un par de ocasiones, las ceremonias se atrasaron porque al suplente se le olvidaba su condición y llegaba sin el uniforme, por lo que tenía que ira casa a cambiarse.

La ceremonia seguía un orden determinado e inflexible. Una maestra se desgañitaba ante el micrófono tratando de poner en orden a la caterva de salvajes, perdón, a los educandos, haciéndolos tomar “distancia por tiempos” (uno, dos, tres) incontables veces, hasta que por cansancio o aburrimiento se quedaban callados y la trompeta de la banda de guerra anunciaba la aparición de la enseña tricolor. Mientras la escolta daba una vuelta al patio, se entonaba el “Toque de bandera”, cuyas primeras estrofas inician este artículo. Sus autores son Xóchitl Palomino y Juan P. Manzanares y confieso que me vine a enterar de ello cuando me puse a investigar para escribir este artículo, no vayan a creer que era tan estudioso. En ese periplo, invariablemente, cuando pasaba justo enfrente de mi grupo, Alfonso Quevedo, el más chaparrito del salón, hacía algún gesto chistoso o grotesco que me hacía reír y perder la concentración al ordenar, con lo que a veces decía “derecha” en lugar de “izquierda” a la hora de dar la vuelta. Afortunadamente, la escolta no me obedecía y daba vuelta en el sentido correcto.

Una vez instalados en el centro del patio, se leían las efemérides y el director se aventaba un rollo mareador acerca de la alguna fecha cívica importante. En ese lapso, yo observaba las reacciones de todo el mundo, tanto de maestros como de alumnos: unos dormitando o poniendo cara de mucho interés, otros riendo o cuchicheando. Sin falta, al terminar, el profesor de educación física me llamaba la atención por voltear a mirar a todos lados, en lugar de poner cara de circunstancia en señal de “respeto a nuestro lábaro patrio”.

Luego se cantaba el himno nacional y se hacía el “juramento a la bandera”. En la primaria, se ponía el disco con la música oficial para entonar el himno. El problema era cuando se descomponía el tocadiscos. Algunos niños, sobre todo los de primer grado, hacían playback y nada más movían los labios porque todavía no se lo aprendían. Otros más lo cantaban pero a su manera, porque le ponían otra letra.

Como se sabe, el autor del texto del Himno es el potosino Francisco González Bocanegra, a cuya composición poética le puso música el español Jaime Nunó. La versión original del Himno consta de 84 versos decasílabos, repartidos en el coro, que tiene cuatro, y en 10 estrofas de ocho líneas cada una. Desde el triunfo de la Revolución de Ayutla en 1855 se dejaron de cantar varias estrofas porque loaban a Santa Anna y a Iturbide. Fue hasta 1943 que el gobierno de Manuel Ávila Camacho definió las partes del himno que deben cantarse. Desde entonces son sólo cuatro de las 10 estrofas las que forman parte del texto oficial, intercalando en ellas cinco veces el coro. no obstante, de esta versión abreviada del himno, en las escuelas se canta una aún más breve, entonando nada más dos estrofas, la primera y la última y dejando fuera las partes más belicosas, como aquella de “¡Guerra, guerra sin tregua al que intente/ de la patria manchar los blasones!”. Sería bueno preguntarle, por ejemplo, al Presidente de la República si se sabe completo el himno, digo, nada más por incordiar, como dirían los españoles.

La verdad es que el sentido poético y el significado de muchas palabras del Himno constituyen un verdadero misterio para muchos mexicanos. Por ejemplo, ¿quién diablos sabe lo que es un bridón? ¿Qué es eso de “el acero aprestad”? ¿Cómo que “retiemble en sus centros la tierra”? ¿Pues que no tiene uno solo? ¿Por qué tanta complicación con eso de “Ciña ¡oh patria! tus sienes de oliva de la paz el arcángel divino”? ¿No es más fácil decir: “¡Oh patria! que el arcángel de la paz ciña de oliva tus sienes”? Recuerdo que un compañero se me acercó una vez para preguntarme quién diablos era ese tal Masiosare, el extraño enemigo que quería profanar con sus patotas el suelo de la patria querida.

En la secundaria teníamos banda de guerra y para pertenecer a ella el criterio era simple y llanamente querer hacerlo y que los papás te compraran tu instumento (tambor o trompeta), el uniforme, las charreteras, las borlas y demás parafernalia que se acostumbra en esos casos. Cada año se organizaba un concurso de escoltas y bandas de guerra. Éramos tan malos que nunca pasábamos de la primera fase eliminatoria, aunque pensándolo bien, ahora, al paso de los años, creo que más bien se debía al uniforme que nos obligaban a usar: traje color crema con un suéter rojo de cuello de tortuga, mientras que las escoltas triunfadoras siempre portaban gorras y trajes de corte militar.

Cuando entré al bachillerato, específicamente al CCH Vallejo (cuyas siglas rebautizaron las malas lenguas y los enemigos de la educación laica y gratuita como “Colegio de Cabezas Huecas”), me encontré con que allí no se hacían homenajes a la bandera ni nada parecido. Los lunes, al llegar al plantel, lo que más se asemejaba a un ritual cívico era instalarse en las jardineras, encender el primer cigarrillo y preguntar: “¿Quién reparte las cartas?”

Suena el clarín y el redoble del tambor…


martes, septiembre 10, 2002

Sobre el ser escritor

Leo en un librito de V. S. Naipaul,
recién Premio Nobel de Literatura (Leer y escribir, Debate, 2002):

"La literatura es la suma de sus descubrimientos. Lo derivado puede resultar impresionante e inteligente. Puede dar placer y tendrá su cielo, corto o largo, pero siempre querremos volver a los fundadores. Lo que la final importa en la literatura, lo que siempre está ahí, es lo realmente bueno.

"Los que hemos llegado después somos simples derivados. Ya no podemos ser los primeros. Podemos aportar material nuevo, lejano, pero el programa que seguimos ya está trazado. Oímos el sonido del primer disparo de rifle que hubo en el mundo cuando volvemos la mirada hacia los fundadores. Fueron los primeros, y no lo sabían cuando empezaron, pero después sí lo saben y el descubrimiento les entusiasma. Ese entusiasmo se nos transmite, y surge así una fuerza irrepetible en la escritura".

Creo que en cuestión literaria hace mucho que llegamos al agotamiento de ese "programa" que iniciaron los fundadores. Las vanguardias de principios del XX fueron un intento por romper con ese programa y al final se incorporaron a él. Ahora todos somos modernistas y todos somos surrealistas, por ejemplo.

Estamos en un momento de replantear y cuestionar el programa, las formas de hacer literatura, pues el libro (como lo conocemos), la forma lineal de la lectura y del desarrollo de tramas, está en franca salida.

Por ejemplo: está cambiando la forma de leer de las personas. Esto tiene que ver no sólo con la educación en las escuelas sino con la influencia de la televisión, el cine, la prensa y la Internet. Muy pocos jóvenes actuales aguantan dos o tres horas sentados leyendo en soledad un libro de 300 páginas. Se les hace "muy lento".

El cableado cerebral de ellos ya está conectado de otra forma, debido a los estímulos de la tele y los videos musicales. La linealidad les agobia y aburre. Están acostumbrados a la fragmentariedad y a la velocidad, pero sobre todo a la satisfacción inmediata de sus deseos, sus necesidades y su curiosidad. Lo quieren todo y lo quieren ahorita, ya, ¿para qué esperar? Y si no me lo das ahorita, right now, lo que quiero, me voy con otro que sí melo dé. Y todo es tan fácil como usar el control remoto de la tele o el mouse de la computadora.

Ahora los poetas están en las agencias de publicidad. Los cuentistas son directores de comerciales o de videos musicales. Los novelistas son guionistas o directores de cine y televisión.

Primera incursión

¡Qué hóngoro!

Inicio este weblog como un experimento. He leído que muchos lo utilizan como "diario en línea", más que como una forma de estar en contacto con el mundo. A mí me interesan las dos cosas: como una forma de compartir pensamientos cotidianos e información que voy hallando diariamente en libros, revistas, periódicos, sitios de Internet, correos electrónicos y que me gustaría compartir con los demás.

A ver qué sale.