Mi vida como Chiva
Para Gustavo Reyes, amigo y ferviente americanista
(algún defecto había de tener)
En general, a los intelectuales no les gusta el futbol. Bueno, en general no les gusta ningún deporte. Los consideran espectáculos para la plebe, bárbaros e inútiles. Como las corridas de toros. Sin embargo, pierden de vista que, en estos tiempos de hipertecnologización (¿qué tal el terminajo, eh?), se trata de la manifestación más cercana a los tiempos en que estábamos en las cavernas y salíamos a cazar bisontes, venados o lo que se pudiera. Y utilizo la primera persona del plural porque el hombre moderno está más cerca de esos primeros cavernícolas de lo que creen esos intelectuales. El futbol es la gran metáfora de esa cacería primigenia, sólo que entonces los expulsados se iban derechito a la tumba.
Pero últimamente cada vez son más los escritores que sin rubor alguno manifiestan su afición, al grado de que en varios periódicos, durante el pasado Mundial de Corea-Japón, la sección deportiva se vio asaltada por nombres que uno esperaría encontrar más adecuados en el suplemento cultural de los domingos. Casi sin falta, estos bisoños comentaristas deportivos han citado en alguna ocasión al escritor francés Albert Camus, quien en su juventud fue portero de la Universidad de Argel: “Todo lo que sé de moral se lo debo al futbol”. Muchos lo hacen para tratar de darle cierto lustre intelectual a este deporte, pues suena impresionante que un escritor que ganó el Premio Nobel hable bien de nuestro deporte favorito, pero otros lo hacen nada más para apantallar, ya que seguramente no han leído completa ni una sola obra del autor de La peste.
Pues bien, yo no me puedo quedar atrás, así que voy a parafrasear a Camus: “Todo lo que sé de futbol se lo debo a las Chivas Rayadas del Guadalajara”. En efecto, soy Chiva ¿y qué? Sin embargo, mi predilección por este equipo está plenamente fundamentada. El “cantautor de la rima fácil”, el guatemalteco Ricardo Arjona, lo ha descrito muy bien: “Si yo volviera a ser niño, seguro no le haría caso a nadie: te heredan sus complejos, iglesia y hasta equipo de futbol”. Muchas personas no eligen el equipo de su preferencia sino que, simplemente, lo heredan, lo cual es sin duda una posición muy cómoda pero no tan convincente a la hora de defender los colores favoritos en una acalorada discusión dominical con la familia después de un partido.
La cosa estuvo así: dos de mis hermanos mayores nacieron el mismo día, sólo que con tres años de años de diferencia uno de otro. El mayor, Alejandro, le iba al Guadalajara, y el menor, Pedro, al América. Siendo yo el más pequeño, tenía que tomar partido y la decisión no fue fácil. Lo más conveniente hubiera sido elegir otro equipo (los Pumas o el Cruz Azul, por ejemplo), pero en la casa no se hablaba de otros equipos que no fueran las Chivas o los Cremas.
Vivíamos en la colonia Guerrero, enfrente del Jardín de los Ángeles. En dicho jardín había una sección que todo mundo conocía como “el pavimento”; es decir, una plancha de concreto con porterías. Ahí se armaban las cascaritas y las sesiones de “el-que-mete-su-gol-para”. Yo era muy chico como para que me dejaran salir, así observaba las acciones desde la ventana. Alejandro era muy buen portero, así que casi siempre le ganaba a Pedro. Cuando mi madre los llamaba para que se metieran a la casa, pues ya se acercaba la hora de que llegara mi padre y no le gustaba encontrarlos “de vagos”, mis hermanos seguían discutiendo acerca de futbol mientras merendábamos, y muchas veces estas discusiones alcanzaban dimensiones de batalla campal, en la que casi siempre ganaba Alejandro, por ser el más grande, mediante el infalible método de los coscorrones. Enojado y llorando, Pedro se desquitaba conmigo y me sometía al mismo castigo. Así fue como desarrollé mi aversión hacia los americanistas, armando un silogismo impecable: “Pedro pierde con Alejandro: Pedro es americanista: Pedro chilla y se enoja: Pedro me pega: Pedro es un perdedor: Los americanistas son perdedores, chillones y pegalones. Ergo: le voy a las Chivas”.
Además Pedro tenía en su contra que, junto a su cama, en la pared, había pegado un poster con la oncena crema, aquella donde aparecían Carlos Reinoso, Enrique Borja, El Pata Bendita, El Pichojos Pérez, Castrejón, entre otros. Yo no podía entender por qué mi hermano tenía que dormir todas las noches mirando a estos tipos. Eso me parecía, ahora y entonces, una macuarrada. Un ítem más contra la causa canaria: perdedores, chillones, pegalones y macuarros. (Por cierto: en ese entonces no se conocían como las Águilas: eran los Millonarios o los Canarios o los Cremas).
Alejandro era el más apasionado. No sólo lo jugaba bien sino que era portero del equipo de la cuadra: el (but of course) Guerrero F.C., que jugaba todos los domingos en los campos de Zacatenco. A mi hermano le apodaban El Plátano. Yo pensaba que era por su suéter amarillo con el que jugaba siempre, pero luego me di cuenta que era una distorsión muy oscura de su nombre (a los Alejandros se les dice también Janos o Jananos, de ahí Banano y de ahí al Plátano sólo había un paso). Además, Alejandro compraba revistas de futbol y estaba al pendiente de los partidos. Recuerdo especialmente las revistas Balón y Deporte Verdad, que era la publicación oficial de las Chivas Rayadas del Guadalajara.
Pero, sobre todo, me acuerdo de una historieta que se llamaba !Chivas, Chivas, ra ra rá!, que contaba las aventuras de Chivito, un personaje imaginario que militaba en el equipo junto con los jugadores reales, pero obviamente caricaturizados. El Centavo Muciño, en efecto, tenía la cabeza de centavo; Pedro Herrada era un caballo; El Willy Gómez era una especie de carnero, y Alberto Onofre tenía la cabeza en forma de anafre. (Como ven, los guionistas exudaban imaginación).
Cuando dejamos la colonia Guerrero y nos cambiamos a la unidad habitacional en Nezahualcóyotl, empecé a jugar con los chicos de la cuadra y formamos un equipo, el Guerrero Junior, que obviamente era la sucursal del Guerrero F.C. Alejandro era el director técnico (lo que en realidad es un eufemismo: su función era decidir quién jugaba y en qué posición y, sobre todo, asegurarse de que yo jugara (como era bien maleta; siempre me ponía como defensa, por lo menos para estorbar), pues mi padre pagaba la cuota de arbitraje en el Deportivo Los Galeana y siempre escogía que jugáramos el primer partido de los sábados, es decir, a las 7 de la mañana, para pasar a dejarnos en su camioneta antes de irse al trabajo. A las seis de la madrugada empezaba el peregrinaje por las casas para despertar a los integrantes del equipo. Por culpa de un chico a quien le apodábamos El Puebla (no porque fuera de ese estado sino porque tenía la cabeza en forma de camote), siempre llegábamos tarde a los partidos y a punto estuvimos de perder algunos por default, pero siempre esperábamos al Puebla porque tenía un disparo de zurda letal y nos aseguraba algunos goles.
La verdad es que éramos muy malos. Las dos ó tres temporadas que jugamos quedamos en último lugar. Pero cómo no iba a ser malo un equipo cuyos jugadores respondían a apelativos tales como El Tufi, El Abuelo, El Cachetes, El Chespi (por Chespirito), El Negro, El Ramírez y El Ramiritos (obviamente su hermano menor), El Mosco, El Cocho y yo, que me decían El Papi (pero no les voy a decir porqué, pues es sumamente bochornoso).
Recuerdo especialmente el partido donde el equipo campeón de la liga nos goleó como 7-0. La cancha estaba hecha un lodazal y terminamos a los golpes con los adversarios, que a pesar de estar en la categoría de menores de 13 años se veían como de 16, o sea, muy huevuditos. Seguramente eran cachirules. Con el orgullo y los botines llenos de lodo, regresamos en la camioneta de mi papá (todavía me pregunto cómo el hacíamos para caber todos en ella). Como era de esperarse, el interior quedó hecho un asco. Mi padre exigió que el equipo ayudara a la limpieza del vehículo, pero todos se escabulleron y ahí se acabaron las glorias del Guerrero Junior, pues, enojado, mi padre se negó a seguir pagando las cuotas de arbitraje de esos “pinches güevones malagradecidos y maletas” (son sus palabras).
Tiempo después formamos otro equipo y nos inscribimos en la liga de futbol de la unidad habitacional. El problema era que los campos deportivos de la dichosa liga no eran sino terrenos baldíos rebosantes de piedras, basura y vidrios rotos, donde en una barrida podías dejar embarrada media pierna.
Decidí entonces que mi pasión futbolera la manifestaría de la misma manera que el 90 por ciento de los mexicanos: viendo los partidos por televisión. Eduardo Galeano distingue a dos tipos de aficionados: al hincha y al fanático. ¿Dónde quedamos los que ejercemos nuestra devoción por la de gajos desde la comodidad de un sillón y flanqueados por una cubeta de cervezas y una charola de botanas?
Recuerdo que una vez eliminaron a las Chivas de la liguilla en el último minuto y me puse a llorar inconsolablemente. Mi padre, claridoso y práctico como es él, me dijo: “¿Para qué lloras? Llora por algo verdaderamente importante, no por tarugadas”. Pero eso no fue lo único que hizo que mi pasión rojiblanca fuera decayendo al paso de los años. En realidad, me tocó la época de vacas flacas (¿o debería decir “de chivas flacas”?) del Guadalajara, donde no pintaba para nada, nada más vivíamos del recuerdo de aquél “Campeonísimo”, que por cierto no atestigüe sino que reviví a través de las crónicas periodísticas y las remembranzas de mi hermano, que me platicaba del Chololo Díaz, Héctor Hernández, El Curita Chaires, El Tubo Gómez, El Bigotón Jasso, el Tigre Sepúlveda, Sabás Ponce, El Pina Arellano, el Jamaicón Villegas, Chava Reyes, Alberto Onofre, El Cabo Valdivia, los Cuates Calderón (que de tan galanes hasta salían en las fotonovelas y con María Victoria en “La criada bien criada”). Como habrá sido de famoso ese equipo que hasta la Sonora Santanera tocaba una canción donde los menciona. Se llama precisamente “El foot-ball”: “Toma la pelota Chava Reyes /tira un medio centro para allá /allí la recoge Héctor Hernández /tira un medio centro para acá /Ponce la recibe y hace un dribling /luego la coloca para atrás /toma nuevamente Héctor Hernández y ¡goooooooool¡”
De tanto añorar las glorias pasadas, los aficionados al Guadalajara desarrollamos una fea manía: el abuso del superlativo. El equipo no podía ser sólo “Campeón” sino “Campeonísimo”. No nos referimos a él simplemente como el “Chiverío” sino como “El Rebaño Sagrado”. Y recientemente, al iniciar la época de la Promotora, les dio por llamarlas las “Superchivas”. Contribuye a exacerbar lo anterior el chovinismo nacionalista de que en el equipo alinean sólo mexicanos, y que incluso en alguna ocasión diez integrantes de la selección nacional procedían de las Chivas. Todo ello lleva a confundir que el honor nacional están en relación con el triunfo o la derrota de un equipo, que tiene tradición y arraigo popular, pero nada más.
En esos tiempos, ni siquiera me llamaba la atención ir al estadio cuando venían a la Ciudad de México, donde siempre han sido como locales. La primera vez que pisé el Azteca fue para hacer mi examen de admisión a la UNAM y la segunda para ver a Elton John. Tuvieron que pasar 18 años, de 1969 a 1987, para que las Chivas volvieran a ganar un Torneo de Liga, bajo el mando de Alberto Guerra, ganándole al Cruz Azul 2 a 1. Entonces todos deseábamos que el Chiverío volviera al redil de la victoria pero nada. Siguieron otros diez años de sequía, hasta que en 1997 volvieron a ser campeones, con El Tuca Ferreti al frente, derrotando 7-2 al Toros Neza. Esa final me sorprendió con sentimientos encontrados, pues viviendo yo en Neza York le iba a las Chivas; sin embargo, la victoria fue contundente y, ni hablar, los locos de Mohamed se fueron como llegaron: sin nada. Es más, a la siguiente temporada los desmantelaron y se fueron a la segunda división.
Hace unas semanas un exitoso empresario tapatío (Jorge Vergara, dueño de Omnilife) cometió un sacrilegio: se propuso comprar al Guadalajara para devolverle el añejo prestigio de equipo triunfador, cosa que la Promotora no ha podido hacer desde 1993, ni trayendo a cuanto entrenador supuestamente ganador se les ha ocurrido (Ardiles, Beenhaker y Ruggeri, por ejemplo). Los tradicionalistas pusieron el grito en el cielo, pero mientras algunos viejitos miembros del club se escandalizaron, otros se relamieron los bigotes nomás de pensar en la dolariza que les esperaba si se hacía el negocio. Un senador dijo que la venta del Guadalajara era tan importante para el país como la venta de PEMEX o la Compañía de Luz, pues estaba comprobado que cuando perdía el Guadalajara bajaba drásticamente la productividad de los mexicanos, y viceversa. Tampoco es para tanto.
Sin embargo, la propuesta de Vergara lo único que ha hecho es arrojar aún más a las Chivas a los brazos del enemigo. Televisa, dueña del América, está dispuesta a invertir aún más en las Chivas, pues sabe que es ganancia segura. Antes ya había consecuentado la obscena promiscuidad de jugadores, que una temporada aparecían con una casaca y a la siguiente con la de sus archirrivales. El caso más patético fue el de Ramón Ramírez, que quedó tan mal luego de jugar en el América que nunca ha vuelto a ser aquel gran jugador que fue en la temporada 1996-97.
Hace apenas un par de años que atestigüé mi primer Clásico de Clásicos en el Azteca. Era un partido amistoso y el estadio no se llenó. Sin embargo, a pesar de que este tipo de encuentros se ha deslavado de tanto que los han manoseado Televisa y la Promotora, la rivalidad con el América sigue siendo legendaria. Es sólo comparable con la que las Chivas le reservan al Atlas, allá en la Perla Tapatía. Pero mientras los rojinegros han asumido con humildad su vocación perdedora como su inevitable sino (no han sido campeones desde hace 48 años), los aguiluchos andan crecidos desde que volvieron a ganar un torneo de liga el año pasado.
Es muy buena terapia contra el estrés desahogarse insultando a grito pelado a jugadores de nombres sospechosamente poco viriles. (¿Qué es eso de Pavel, Fabio, Braulio, Frankie, Duilio, Bam Bam, Fabián…? Parecen más bien nombres de peinadores de una estética gay). Pero, sobre todo, lo más gratificante ensañarse con el jugador más antipático y macuarro de todos los tiempos (Nota bene: Hugo Sánchez es más antipático, pero se le perdona por ser el mejor futbolista mexicano de todos los tiempos; además, nunca ha sido macuarro): Cuauhtémoc Blanco, quien, con esa cara y esa joroba, además de hacerse del rogar y escenificar desplantes de vedette, tuvo la desfachatez de embarazar a la Nacha Plus y andarle jurguneando los empalmes a la petacona tapatía (y traidora del terruño) Galilea Montijo. ¿Y aun así no quieren que odiemos a los americanistas?
(algún defecto había de tener)
En general, a los intelectuales no les gusta el futbol. Bueno, en general no les gusta ningún deporte. Los consideran espectáculos para la plebe, bárbaros e inútiles. Como las corridas de toros. Sin embargo, pierden de vista que, en estos tiempos de hipertecnologización (¿qué tal el terminajo, eh?), se trata de la manifestación más cercana a los tiempos en que estábamos en las cavernas y salíamos a cazar bisontes, venados o lo que se pudiera. Y utilizo la primera persona del plural porque el hombre moderno está más cerca de esos primeros cavernícolas de lo que creen esos intelectuales. El futbol es la gran metáfora de esa cacería primigenia, sólo que entonces los expulsados se iban derechito a la tumba.
Pero últimamente cada vez son más los escritores que sin rubor alguno manifiestan su afición, al grado de que en varios periódicos, durante el pasado Mundial de Corea-Japón, la sección deportiva se vio asaltada por nombres que uno esperaría encontrar más adecuados en el suplemento cultural de los domingos. Casi sin falta, estos bisoños comentaristas deportivos han citado en alguna ocasión al escritor francés Albert Camus, quien en su juventud fue portero de la Universidad de Argel: “Todo lo que sé de moral se lo debo al futbol”. Muchos lo hacen para tratar de darle cierto lustre intelectual a este deporte, pues suena impresionante que un escritor que ganó el Premio Nobel hable bien de nuestro deporte favorito, pero otros lo hacen nada más para apantallar, ya que seguramente no han leído completa ni una sola obra del autor de La peste.
Pues bien, yo no me puedo quedar atrás, así que voy a parafrasear a Camus: “Todo lo que sé de futbol se lo debo a las Chivas Rayadas del Guadalajara”. En efecto, soy Chiva ¿y qué? Sin embargo, mi predilección por este equipo está plenamente fundamentada. El “cantautor de la rima fácil”, el guatemalteco Ricardo Arjona, lo ha descrito muy bien: “Si yo volviera a ser niño, seguro no le haría caso a nadie: te heredan sus complejos, iglesia y hasta equipo de futbol”. Muchas personas no eligen el equipo de su preferencia sino que, simplemente, lo heredan, lo cual es sin duda una posición muy cómoda pero no tan convincente a la hora de defender los colores favoritos en una acalorada discusión dominical con la familia después de un partido.
La cosa estuvo así: dos de mis hermanos mayores nacieron el mismo día, sólo que con tres años de años de diferencia uno de otro. El mayor, Alejandro, le iba al Guadalajara, y el menor, Pedro, al América. Siendo yo el más pequeño, tenía que tomar partido y la decisión no fue fácil. Lo más conveniente hubiera sido elegir otro equipo (los Pumas o el Cruz Azul, por ejemplo), pero en la casa no se hablaba de otros equipos que no fueran las Chivas o los Cremas.
Vivíamos en la colonia Guerrero, enfrente del Jardín de los Ángeles. En dicho jardín había una sección que todo mundo conocía como “el pavimento”; es decir, una plancha de concreto con porterías. Ahí se armaban las cascaritas y las sesiones de “el-que-mete-su-gol-para”. Yo era muy chico como para que me dejaran salir, así observaba las acciones desde la ventana. Alejandro era muy buen portero, así que casi siempre le ganaba a Pedro. Cuando mi madre los llamaba para que se metieran a la casa, pues ya se acercaba la hora de que llegara mi padre y no le gustaba encontrarlos “de vagos”, mis hermanos seguían discutiendo acerca de futbol mientras merendábamos, y muchas veces estas discusiones alcanzaban dimensiones de batalla campal, en la que casi siempre ganaba Alejandro, por ser el más grande, mediante el infalible método de los coscorrones. Enojado y llorando, Pedro se desquitaba conmigo y me sometía al mismo castigo. Así fue como desarrollé mi aversión hacia los americanistas, armando un silogismo impecable: “Pedro pierde con Alejandro: Pedro es americanista: Pedro chilla y se enoja: Pedro me pega: Pedro es un perdedor: Los americanistas son perdedores, chillones y pegalones. Ergo: le voy a las Chivas”.
Además Pedro tenía en su contra que, junto a su cama, en la pared, había pegado un poster con la oncena crema, aquella donde aparecían Carlos Reinoso, Enrique Borja, El Pata Bendita, El Pichojos Pérez, Castrejón, entre otros. Yo no podía entender por qué mi hermano tenía que dormir todas las noches mirando a estos tipos. Eso me parecía, ahora y entonces, una macuarrada. Un ítem más contra la causa canaria: perdedores, chillones, pegalones y macuarros. (Por cierto: en ese entonces no se conocían como las Águilas: eran los Millonarios o los Canarios o los Cremas).
Alejandro era el más apasionado. No sólo lo jugaba bien sino que era portero del equipo de la cuadra: el (but of course) Guerrero F.C., que jugaba todos los domingos en los campos de Zacatenco. A mi hermano le apodaban El Plátano. Yo pensaba que era por su suéter amarillo con el que jugaba siempre, pero luego me di cuenta que era una distorsión muy oscura de su nombre (a los Alejandros se les dice también Janos o Jananos, de ahí Banano y de ahí al Plátano sólo había un paso). Además, Alejandro compraba revistas de futbol y estaba al pendiente de los partidos. Recuerdo especialmente las revistas Balón y Deporte Verdad, que era la publicación oficial de las Chivas Rayadas del Guadalajara.
Pero, sobre todo, me acuerdo de una historieta que se llamaba !Chivas, Chivas, ra ra rá!, que contaba las aventuras de Chivito, un personaje imaginario que militaba en el equipo junto con los jugadores reales, pero obviamente caricaturizados. El Centavo Muciño, en efecto, tenía la cabeza de centavo; Pedro Herrada era un caballo; El Willy Gómez era una especie de carnero, y Alberto Onofre tenía la cabeza en forma de anafre. (Como ven, los guionistas exudaban imaginación).
Cuando dejamos la colonia Guerrero y nos cambiamos a la unidad habitacional en Nezahualcóyotl, empecé a jugar con los chicos de la cuadra y formamos un equipo, el Guerrero Junior, que obviamente era la sucursal del Guerrero F.C. Alejandro era el director técnico (lo que en realidad es un eufemismo: su función era decidir quién jugaba y en qué posición y, sobre todo, asegurarse de que yo jugara (como era bien maleta; siempre me ponía como defensa, por lo menos para estorbar), pues mi padre pagaba la cuota de arbitraje en el Deportivo Los Galeana y siempre escogía que jugáramos el primer partido de los sábados, es decir, a las 7 de la mañana, para pasar a dejarnos en su camioneta antes de irse al trabajo. A las seis de la madrugada empezaba el peregrinaje por las casas para despertar a los integrantes del equipo. Por culpa de un chico a quien le apodábamos El Puebla (no porque fuera de ese estado sino porque tenía la cabeza en forma de camote), siempre llegábamos tarde a los partidos y a punto estuvimos de perder algunos por default, pero siempre esperábamos al Puebla porque tenía un disparo de zurda letal y nos aseguraba algunos goles.
La verdad es que éramos muy malos. Las dos ó tres temporadas que jugamos quedamos en último lugar. Pero cómo no iba a ser malo un equipo cuyos jugadores respondían a apelativos tales como El Tufi, El Abuelo, El Cachetes, El Chespi (por Chespirito), El Negro, El Ramírez y El Ramiritos (obviamente su hermano menor), El Mosco, El Cocho y yo, que me decían El Papi (pero no les voy a decir porqué, pues es sumamente bochornoso).
Recuerdo especialmente el partido donde el equipo campeón de la liga nos goleó como 7-0. La cancha estaba hecha un lodazal y terminamos a los golpes con los adversarios, que a pesar de estar en la categoría de menores de 13 años se veían como de 16, o sea, muy huevuditos. Seguramente eran cachirules. Con el orgullo y los botines llenos de lodo, regresamos en la camioneta de mi papá (todavía me pregunto cómo el hacíamos para caber todos en ella). Como era de esperarse, el interior quedó hecho un asco. Mi padre exigió que el equipo ayudara a la limpieza del vehículo, pero todos se escabulleron y ahí se acabaron las glorias del Guerrero Junior, pues, enojado, mi padre se negó a seguir pagando las cuotas de arbitraje de esos “pinches güevones malagradecidos y maletas” (son sus palabras).
Tiempo después formamos otro equipo y nos inscribimos en la liga de futbol de la unidad habitacional. El problema era que los campos deportivos de la dichosa liga no eran sino terrenos baldíos rebosantes de piedras, basura y vidrios rotos, donde en una barrida podías dejar embarrada media pierna.
Decidí entonces que mi pasión futbolera la manifestaría de la misma manera que el 90 por ciento de los mexicanos: viendo los partidos por televisión. Eduardo Galeano distingue a dos tipos de aficionados: al hincha y al fanático. ¿Dónde quedamos los que ejercemos nuestra devoción por la de gajos desde la comodidad de un sillón y flanqueados por una cubeta de cervezas y una charola de botanas?
Recuerdo que una vez eliminaron a las Chivas de la liguilla en el último minuto y me puse a llorar inconsolablemente. Mi padre, claridoso y práctico como es él, me dijo: “¿Para qué lloras? Llora por algo verdaderamente importante, no por tarugadas”. Pero eso no fue lo único que hizo que mi pasión rojiblanca fuera decayendo al paso de los años. En realidad, me tocó la época de vacas flacas (¿o debería decir “de chivas flacas”?) del Guadalajara, donde no pintaba para nada, nada más vivíamos del recuerdo de aquél “Campeonísimo”, que por cierto no atestigüe sino que reviví a través de las crónicas periodísticas y las remembranzas de mi hermano, que me platicaba del Chololo Díaz, Héctor Hernández, El Curita Chaires, El Tubo Gómez, El Bigotón Jasso, el Tigre Sepúlveda, Sabás Ponce, El Pina Arellano, el Jamaicón Villegas, Chava Reyes, Alberto Onofre, El Cabo Valdivia, los Cuates Calderón (que de tan galanes hasta salían en las fotonovelas y con María Victoria en “La criada bien criada”). Como habrá sido de famoso ese equipo que hasta la Sonora Santanera tocaba una canción donde los menciona. Se llama precisamente “El foot-ball”: “Toma la pelota Chava Reyes /tira un medio centro para allá /allí la recoge Héctor Hernández /tira un medio centro para acá /Ponce la recibe y hace un dribling /luego la coloca para atrás /toma nuevamente Héctor Hernández y ¡goooooooool¡”
De tanto añorar las glorias pasadas, los aficionados al Guadalajara desarrollamos una fea manía: el abuso del superlativo. El equipo no podía ser sólo “Campeón” sino “Campeonísimo”. No nos referimos a él simplemente como el “Chiverío” sino como “El Rebaño Sagrado”. Y recientemente, al iniciar la época de la Promotora, les dio por llamarlas las “Superchivas”. Contribuye a exacerbar lo anterior el chovinismo nacionalista de que en el equipo alinean sólo mexicanos, y que incluso en alguna ocasión diez integrantes de la selección nacional procedían de las Chivas. Todo ello lleva a confundir que el honor nacional están en relación con el triunfo o la derrota de un equipo, que tiene tradición y arraigo popular, pero nada más.
En esos tiempos, ni siquiera me llamaba la atención ir al estadio cuando venían a la Ciudad de México, donde siempre han sido como locales. La primera vez que pisé el Azteca fue para hacer mi examen de admisión a la UNAM y la segunda para ver a Elton John. Tuvieron que pasar 18 años, de 1969 a 1987, para que las Chivas volvieran a ganar un Torneo de Liga, bajo el mando de Alberto Guerra, ganándole al Cruz Azul 2 a 1. Entonces todos deseábamos que el Chiverío volviera al redil de la victoria pero nada. Siguieron otros diez años de sequía, hasta que en 1997 volvieron a ser campeones, con El Tuca Ferreti al frente, derrotando 7-2 al Toros Neza. Esa final me sorprendió con sentimientos encontrados, pues viviendo yo en Neza York le iba a las Chivas; sin embargo, la victoria fue contundente y, ni hablar, los locos de Mohamed se fueron como llegaron: sin nada. Es más, a la siguiente temporada los desmantelaron y se fueron a la segunda división.
Hace unas semanas un exitoso empresario tapatío (Jorge Vergara, dueño de Omnilife) cometió un sacrilegio: se propuso comprar al Guadalajara para devolverle el añejo prestigio de equipo triunfador, cosa que la Promotora no ha podido hacer desde 1993, ni trayendo a cuanto entrenador supuestamente ganador se les ha ocurrido (Ardiles, Beenhaker y Ruggeri, por ejemplo). Los tradicionalistas pusieron el grito en el cielo, pero mientras algunos viejitos miembros del club se escandalizaron, otros se relamieron los bigotes nomás de pensar en la dolariza que les esperaba si se hacía el negocio. Un senador dijo que la venta del Guadalajara era tan importante para el país como la venta de PEMEX o la Compañía de Luz, pues estaba comprobado que cuando perdía el Guadalajara bajaba drásticamente la productividad de los mexicanos, y viceversa. Tampoco es para tanto.
Sin embargo, la propuesta de Vergara lo único que ha hecho es arrojar aún más a las Chivas a los brazos del enemigo. Televisa, dueña del América, está dispuesta a invertir aún más en las Chivas, pues sabe que es ganancia segura. Antes ya había consecuentado la obscena promiscuidad de jugadores, que una temporada aparecían con una casaca y a la siguiente con la de sus archirrivales. El caso más patético fue el de Ramón Ramírez, que quedó tan mal luego de jugar en el América que nunca ha vuelto a ser aquel gran jugador que fue en la temporada 1996-97.
Hace apenas un par de años que atestigüé mi primer Clásico de Clásicos en el Azteca. Era un partido amistoso y el estadio no se llenó. Sin embargo, a pesar de que este tipo de encuentros se ha deslavado de tanto que los han manoseado Televisa y la Promotora, la rivalidad con el América sigue siendo legendaria. Es sólo comparable con la que las Chivas le reservan al Atlas, allá en la Perla Tapatía. Pero mientras los rojinegros han asumido con humildad su vocación perdedora como su inevitable sino (no han sido campeones desde hace 48 años), los aguiluchos andan crecidos desde que volvieron a ganar un torneo de liga el año pasado.
Es muy buena terapia contra el estrés desahogarse insultando a grito pelado a jugadores de nombres sospechosamente poco viriles. (¿Qué es eso de Pavel, Fabio, Braulio, Frankie, Duilio, Bam Bam, Fabián…? Parecen más bien nombres de peinadores de una estética gay). Pero, sobre todo, lo más gratificante ensañarse con el jugador más antipático y macuarro de todos los tiempos (Nota bene: Hugo Sánchez es más antipático, pero se le perdona por ser el mejor futbolista mexicano de todos los tiempos; además, nunca ha sido macuarro): Cuauhtémoc Blanco, quien, con esa cara y esa joroba, además de hacerse del rogar y escenificar desplantes de vedette, tuvo la desfachatez de embarazar a la Nacha Plus y andarle jurguneando los empalmes a la petacona tapatía (y traidora del terruño) Galilea Montijo. ¿Y aun así no quieren que odiemos a los americanistas?
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