martes, junio 14, 2005

Melinda y Melinda

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Hace un buen rato que a Woody Allen le vale gorro innovar en el cine. A él lo que le interesa es plasmar sus ideas a través de historias y personajes muy determinados en ambientes muy específicos. Después de Hollywood ending (que en español los imbéciles de la distribuidora le pusieron El ciego, dándole en la madre al doble sentido del título original), uno hubiera pensado que era el testamento de Allen y su final ajuste de cuentas con la industria cinematográfica que tanto lo despreció.

Pero no. Prefirió buscarse alter egos para tratar de mantenerse vigente y seguir filmando. Primero fue el infumable Jason Biggs de la infame American pie en Anything else, en una especie de Annie Hall del nuevo siglo, pero floja y poco convincente. Y ahora con Melinda y Melinda, en la que Will Ferrell (que no sé por qué pero siempre lo confundo con Chevy Chase) hace el papel que generalmente interpretaba Allen en sus propias películas, y donde también parece haber encontrado a la sucedánea de Mia Farrow en la australiana Radha Mitchell.

No sé si Allen les diga que traten de copiarlo o los actores lo hacen por motu propio (tengo entendido que por lo general Allen da muy pocas especificaciones a la hora de filmar, pues deja y hasta alienta que los actores cambien los diálogos o les añadan cosas nuevas), pero Ferrell se esmera en tratar de actuar como el intelectual neurótico que Allen siempre interpretó, pero le sobra estatura y le falta simpatía. Por el lado de la Mitchell, se nota que Allen quedó fascinado con ella pues tiene casi los mismos tics que Mía Farrow a la hora de las escenas intensas, pero eso sí, es mucho más bella y mucho mejor actriz que la ex del también clarinetista.

Así como en Hollywood ending, el planteamiento es que cualquiera, hasta un ciego, podría dirigir una película en Hollywood y nadie se daría cuenta, en M&M Allen parte de una premisa simple: una misma historia puede ser cómica o trágica dependiendo del enfoque que le imprima el autor. De esta forma, se desarrollan dos historias, en la que la mentada Melinda es el punto de contacto, con diferentes actores , desd luego, diferente trama, aunque siempre presente el asunto de la crisis de la pareja.

Aunque esto podría ser muy discutible también, pues ¿de qué crisis y de qué pareja estamos hablando? Al parecer a Woody Allen no le interesa en lo más mínimo salir de su ghetto neoyorquino, y en determinado momento llega a cansar el mismo tipo de personajes que se desenvuelven en el mismo ambiente: intelectuales de clase media alta que sufren por la falta de alicientes vitales o están frustrados porque no triunfan.

Lo cierto es que con el tiempo Allen se ha vuelto un cineasta más directo y efectivo, que sabe qué contar y cómo filmarlo. Y en esta ocasión nos trae un notición, algo que la humanidad ya sabía desde los griegos, pero que a veces parece que se nos olvida: la vida hay que vivirla intensamente, no importa si la padeces o la gozas, pues podría terminarse en un tris.

Una reflexión que, proveniente de un hombre de 70 años que se la ha pasado gozando y sufriendo para hacer su arte, y haciéndonos gozar y sufrir con sus películas, no es nada menor y sí sumamente agradecible en estos tiempos de episodios de venganzas de supuestos directores que saben apantallar con efectos especiales, pero que no tienen ni la menor idea de cómo contar una historia trágica.