lunes, mayo 16, 2005

Gosford Park

Image hosted by Photobucket.com
.

Dicen que muchos novelistas y muchos cineastas se pasan escribiendo o filmando la misma obra durante toda su carrera, pues en realidad es una sola obsesión la que los domina, aunque crean que están haciendo obras diferentes. En cuanto a novelistas, me viene a la mente el caso de Juan García Ponce.
Y en cuanto a cineastas el de Robert Altman. Acabo de ver Gosford Park, una de sus penúltimas películas, y me pareció territorio conocido, a pesar de estar ambientada en 1932, en la campiña inglesa de entreguerras.

Ya se sabe que a Altman le encantan los elencos multitudinarios y las tramas chejovianas muy intrincadas, como ha sucedido en The Player, Short Cuts y Pret-a-porter, por mencionar algunas de las que he visto. En estas tres películas, se encarga de desnudar el comportamiento colectivo del mundillo de los ejecutivos de los grandes estudios, el de los suburbios angelinos (a partir de cuentos de Raymond Carver) y el del mundo de la moda, respectivamente. A Altman le interesa, sobre todo, cómo funcionan las personas entre sí, cómo se relacionan y cómo reaccionan, más que hacer complejos retratos psicológicos de un solo personaje.

En Gosford Park (que así se llama la finca donde sucede la película y que nunca se menciona), encierra a tres docenas de personajes divididos en dos mundos comunicados pero separados: el de la decadente nobleza inglesa y el de sus sirvientes, ayos y valets. En ese universo ínfimo, Altman nos deja ver a sus personajes como bacterias bajo el lente de un microscopio.

Lo interesante de la película es que por lo menos en la primera media hora el espectador se siente como uno de esos invitados a fiestas en las que no conoce a nadie, y durante todo ese tiempo nomás se la pasa observando a los demás sin decir nada, porque además nadie lo pela a uno. Pero pasado ese lapso ya es posible saber de qué pata cojea cada quien y de lo que es capaz de hacer.

La historia es simple: un rico noble hacendado, que además es un soberano hijo de la chingada, invita a amigos y familiares a una "fiesta de caza"; es decir, a cazar aves. Llegan así los personajes más disímbolos: la vieja dama venida a menos, los cuñados y cuñadas casados por interés, un productor gringo, etcétera. Todos ellos con sus respectivos sirvientes, quienes están al pendiente de todos y cada uno de sus caprichos y necesidades. Entre ellos, no se llaman por su nombre sino por el de sus patrones y se sientan en la mesa de acuerdo con el rango de sus amos.

Una de las amas de llaves dice: "Yo soy la sirviente perfecta. No tengo vida propia". Otra dice: "¿Por qué nos la pasamos viviendo a través de ellos? Mira a la pobre de la vieja Lewis (otra sirviente): Si su propia madre tuviera un infarto, pensaría que es menos importante que uno de los pedos de Lady Sylvia (su patrona)".

Los mundos están claramente delimitados y divididos. Cada quien sabe el lugar que ocupa y lo que tiene qué hacer, hasta que alguien rompe con las reglas y entra el caos. En este caso, suceden dos cosas: una sirvienta dice algo que no debe decir y por eso la van a correr, y al anfitrión primero lo envenenan y luego lo acuchillan.

La película está armada como una novela policiaca clásica de Agatha Christie: casi todos tienen motivos para matar al anfitrión, que como ya se dijo, es un antipático maldito. Sin embargo, el descubrimiento del asesino es lo de menos. Lo que importa son las relaciones que establecen los personajes de esos mundos aparentemente separados, pero íntimamente ligados en sus destinos, en sus amores y sus odios, en sus hipocresías y sus maldades.

Lo que más me gustó es la forma en que todo se da por sentado en ese universo creado por Altman. Con unas cuantas palabras los personajes entienden y saben lo que se espera de ellos. La ironía y el sarcasmo están a flor de piel. Todos se odian, nadie se soporta, pero nadie se atreve a irse, porque todos quieren obtener algo de alguien más. Es como el infierno, es como la vida misma, donde, sin embargo, alguien se atreve a hacer justicia.