lunes, enero 03, 2005

No tengo dinero ni nada que dar...

Ustedes no están para saberlo pero yo sí para contarles que desde octubre me mudé de departamento y que por primera vez en mi vida tengo que pagar renta, razón por la cual este fin de año fue de austeridad a fuerzas.

Sin dinero para comprar regalos, se me ocurrió obsequiarles a mis amigos más entrañables un libro electrónico, escrito por mí desde luego, con los poemas que he publicado hasta la fecha.

Algunos, la mayoría, amigos, me respondieron con mensajes muy afectuosos que les agradezco muchísimo. Otros más, ellos escritores, me retribuyeron el regalo enviándome textos suyos también, lo que agradezco aún más.

Sin su autorización, voy a incluir aquí una selección de esos textos, con una muestra más de agradecimiento a esos amigos con quienes, además del cariño y la amistad, comparto el amor a la palabra.

En estricto orden de llegada, empiezo con un cuento de mi amiga Eve Gil, escritora y periodista cultural, autora de la columna La trenza de Sor Juana del suplemento cultural Arena del diario Excélsior.

Last Tango Serie B
por Eve Gil


Todo está como al principio: cama king size secularmente tendida; sábanas que exhiben desdibujadamente el nombre del hotel: Niza. La N vuelta una A sin rayita; la Z una L volteada; dos estrellas y un tercio; cortinas descorridas -espía el sol por un recoveco de la tosca y cenicienta persiana-, aire acondicionado (lo enciendo), abierta la puerta del estrecho baño, invitándome a dejar ahí mi suciedad; y ese aroma que me recuerda a ti: desinfectante. Dejo afuera a tu aplicada alumna para transformarme en la mensual libadora de tu sexo.

Hago mi mochila de lado, me deshago de las gafas y floto voluptuosa en la enrarecida atmósfera del cuarto de hotel de nombre que parece griego en las desteñidas sábanas: ¿cuántos siglos de suciedad les habrá sido tallado, arrancado? Absorbo vehemente los olores del lecho. Sexo rancio. Ni el más efectivo detergente logra borrar el hedor de la profanación. Me gusta olisquear como una perrilla los lugares que te han tenido, las prendas que te han abrazado. Reteniéndote en mi olfato, me pongo de pie y consulto mi reloj: 3:05 p.m. Acostumbro llegar una hora antes. Siempre. Darme una ducha y recibirte en una túnica que improviso con una toalla con sello comercial del muladar de siempre. Treta no tan sutil para convencerte de mi natural patetismo, porque insistes en decir que soy inexperta para hacer a Electra, que debo adquirir experiencia formando parte del coro de campesinas. Alguna vez insinuaste que me acostaba contigo para conseguir un papel, me ofendí terriblemente, y no fue actuación.

No corro las cortinas. Prendo el radio integrado al vetusto televisor, enorme y ajada caja de Pandora. La angustiada voz de niña violada de Sinead O´Connor inunda la habitación y avanzo, contorsionándome ante el espejo colgado tras de la puerta de acceso, junto al reglamento del hotel (creo que soy la única en el mundo que se toma la molestia de cerciorarse de dónde quedan las salidas de emergencia, si está permitido o no introducir alimentos, hasta qué hora se permite hacer ruido y la hora en que vence el cuarto) al tiempo que enciendo un cigarrillo, quemándome los dedos. Fumar no es mi fuerte. Bailar tampoco. Mi madre me recriminaba a cada rato mi torpeza de elefante cuando pisaba a sus amigos. Como tú, que me dices tiesa e insegura, propensa a hacer el ridículo en papeles que exijan demasiado control corporal, que, por cierto, no es el caso de la casi petrificada Electra.

El espejo me refleja de cuerpo entero y empiezo a desvestirme, despacito, insinuante, sonrisa media luna. Mis dientes son lindos mientras no los muestre por completo. Intento disfrutar mi imagen, fijarme en mi rostro, bonito. A secas. Carece del corte patricio y la perfecta nariz de mi madre: la mía está como hecha bolita de la punta. Hace un par de meses, cuando me viste llegar a los ensayos con corte de cadete, te arrojaste sobre mí como si quisieras sacarme los ojos. Un día antes habías dicho que era demasiado cobarde para sacrificar mi vanidad al escenario, palabras textuales. Menos mal y no mencionaste mis redondos ojos verdes, porque, con tal de demostrarte de lo que soy capaz, habría repetido la hazaña de Edipo (idiotita. Idiota de mí). Las mujeres del coro han de lucir largas y brillantes cabelleras sobre diáfanas túnicas, y ni entre las rubias ruinas de mi pelo me consideraste digna de ser Electra, desquiciada por la muerte de su padre; envuelta en harapos para exhibir ante su progenitora su condición miserable. Nuestra puesta es una perfecta amalgama de las dos Electras. La de Sofócles, hermosa y sufriente princesa en medio del patetismo de sus parlamentos; la de Eurípides, terriblemente lúcida por encima de sus fealdad y sus harapos, así que decidiste fundir ambas, porque todas las mujeres tienen el poder de ser horribles o hermosas a capricho, dijiste. Y yo, por supuesto, siento más cariño y simpatía por la de Eurípides. Por más que intento hacerte ver que soy perfecta, que nadie comprende mejor el odio de Electra por su madre, sigues empeñado en que tu mujer, primera actriz de la compañía, pasada ya de años para el papel, es quien puede sacar adelante el personaje. ¿Qué puede saber tu exitosa mujercita, niña rica y mimada, de que le arrebaten lo que más ama en el mundo?... ¿De mirar la sangre de su madre en sus propias manos? Ella estaría mejor, ¡perfecta, más bien!,como la veleidosa y traidora Clitemnestra... ¡Y yo gozaría viendo a mi hermano, Orestes, matarla!

Dices que agradezca que no me eches de la obra, que me permitas emplear una peluca que, aseguras por mortificarme, no es ni la quinta parte de lustrosa y abundante de lo que era mi cabellera. Aseguras reconocer mi talento en ciernes y no querer desaprovecharme. Subrayas en ciernes, a pesar de saber que siempre he sido actriz, que lo traigo en las venas. Que en vez de sangre contengo espuma y maquillaje. Me he quitado ya los jeans y la camiseta. Contemplo semidesnuda mi cuerpo, cubierto por una descolorida braga de corte francés y un sostén nada coqueto pero cómodo. Soy de las afortunadas que no requieren artificios para atraer las miradas. Vamos, pero si debiera estar brincando de alegría: sin necesidad de cirugía ni extenuantes ejercicios, mis senos son grandes y enhiestos: el único gen que cogí de mi madre, la que convirtió esa parte de su anatomía en pan nuestro. Pudiendo hacer lo mismo me atengo a mi salario de actriz segundona, por amor al teatro y a ti. Pudiera desnudarme en escena, interpretar a una joven pervertida... ¡la Justine de Sade!, ¡o Juliette, que como yo nació depravada! (permíteme hacerme las ilusiones, no te rías), pero no, porque lo que es tu mujercita, siempre encuentra ocasión para desnudarse. Aún cuando interpreta a la Blanche de Un tranvía llamado deseo, improvisa, con tu venia, el desnudo que no marca el texto, según ella, porque es una metáfora del acto de desnudarse moralmente. Y tú feliz, porque piensas que su cuerpo delgado y elástico... plástico, le llamas, masticando la palabra. No el mío, que incita demasiado al morbo y distrae al espectador de lo esencial. Y yo, con estas caderas que no consigo desvanecer, por más que vomite y vomite y vomite. Ahí siguen, despuntando en omóplatos de buey, forradas apenas de carne, imposibles de limar. Sí, estoy pelona, cadavérica y ojerosa. Pero caderona. Idiota, idiotita...

Aparto la ropa interior, ya sin cadencia. Aplasto la colilla contra el cenicero de latón y toso con alivio. Entro al baño...

La tina está deshabilitada, mero resquebrajado adorno, por fortuna. Con trabajos fluye agua por la tubería, afanosa como la tos que invade mis pulmones. Fría. Jamás me metería en una bañera rebosante de espuma, de inmediato la vería teñirse con las sangres de mi madre y su amante, conjugadas hasta tornar la espuma en lodo. Empezaría a percibir el nauseabundo olor de la muerte, carne chamuscada revuelta con sudor y semen... vería deslizarse muy juntas sus cabezas bajo su negra tumba, dejando tras de sí un rastro bermellón en la pared. Nueva, de mosaico azul hielo. Dejo al chorro desplomarse sobre mi cabeza: nada como una prolongada ducha helada para poner la mente en blanco. Me ducho veloz, sin demorarme en contar mis costillas. Cierro los ojos para no ver la pared de mosaicos arrancados y sórdidos corazones en la cal expuesta. Me tomaré mi tiempo para enfundarme en la túnica y esperar sentada en la cama. Esperar. Como siempre.

3:30. Enciendo el televisor: Clinton ha sido reelegido presidente de los Estados Unidos. La política me importa un bledo pero dejo las noticias en la tele y me siento a la orilla de la cama para aplicarme crema en las piernas. Escucho a continuación la noticia de una mujer de veintidós años que asesinó a su madre para quedarse con su padre. En ningún momento consideran la posibilidad de que la víctima hubiera sido una hija de puta. Se supone que quienes mueren en tales condiciones son mártires de las buenas costumbres y no hay que pronunciar palabra que empañe la memoria de tan buena y noble persona. A la matricida la quieren despellejar viva. Le arrojan piedras y fruta podrida. A la manzana de la discordia ni la tocan, de hecho no falta quien sienta antojo de morderla para probar el jugo del incesto. No saben cuán agrio, cuán enervante, cuán ponzoñoso...

Mis piernas son largas y esbeltas. Te enoja que sean tan descoloridas, mas no podrás negar que son suaves y te gusta sentirlas rodeando tu cintura, ¿verdad? Por algo me has convertido en tu amante... Aunque, ¿es factible adjudicarse tamaña jerarquía cuando únicamente nos revolcamos una vez al mes, mientras el resto del tiempo me tiranizas?... Pienso en las demás actrices de la compañía... Gina te coquetea descaradamente. Quisiera matarla, mientras que a tu mujercita, tan segura de sí, le causa gracia... Amelia te come con los ojos, pero su trato hacia ti es formal. Pudiera estar disimulando. Mosquita muerta. ¿Te las arreglarás para acostarte con ellas, de manera que ni yo ni tu mujercita nos demos por enteradas?

(¿Le importaría a tu mujercita enterarse que coges con otras? Yo te mataría....créeme, por favor, que te mataría...)

Echo un vistazo a mi imagen. Parezco niña jugando al teatro; larga y dispareja toalla anudada al hombro. Enorme sello del hotel Niza en el pecho, cual escudo imperial. Un día mamá me sorprendió caracterizando a Ofelia frente al espejo. Acababa de ver el Hamlet de Laurence Olivier en televisión y memoricé los parlamentos de Lilian Gish. Ya tenía trece años (¡qué rápido pasa el tiempo, caray!)...

¡Qué tierna!, canturreó mamá de pronto, apoyándose en la puerta de mi cuarto para no caerse de borracha, ¡vengan a ver la hija que tengo!... ¡Que Sara Bernhardt ni qué putas madres!, y en el acto una muchedumbre de intoxicados semblantes se amotinaron en el umbral de mi intimidad, como alrededor de la jaula de animal exótico, aullando al verme con la improvisada túnica blanca (una sábana en realidad, transparente) y nada debajo; la trenza sembrada de flores marchitas, queriéndome morir de la vergüenza.

Fue la primera vez que vi a Moisés. Su cabeza destacaba entre el resto. Alto y fornido, tirando a gordo. Panzón. No era el único entre aquellos varones y hembras que me miraba con lujuria, pero debí advertir en su mirada enferma la intención de poseerme a la mala.

Una noche, no esa sino un par de semanas después, aprovechando el apogeo de uno de tantos bacanales, se infiltró en mi cuarto. Yo no dormía, por supuesto. ¿Cómo estarlo en medio del desesperado balido de la víctima que estaba siendo desollada en ese instante? Estaba cubierta hasta la cabeza, tapándome los oídos. Moisés me tomó la sorpresa. Era tal mi afán por no ver ni escuchar nada que no supe en que momento se deslizó bajo las sábanas y tapó mi boca para impedirme gritar. Lo peor no fue que me violara sino que, al percatarse de que no era el primero (quería una virgen y le dieron gato por libre) me apaleara hasta dejarme inconsciente, en un charco de sangre. ¡Te creí distinta a tu madre!, fue su reproche, repetido hasta la saciedad mientras me azotaba con la hebilla de su inmenso cinturón. Nunca volvió a tocarme. Ni para bien ni para mal, pero me agarró tirria.

3:50. Estoy acostada, contemplo mi imagen en espejo del techo. Ofelia se ha cortado la trenza y tan sólo veo una cabecita rapada sobre la almohada. Siempre que estás a punto de llegar, arrecia el vacío de mi estómago y me entran ganas de llorar. De hecho veo resbalar una lágrima por mi mejilla. La posibilidad de que no vengas es grande. Cada vez más grande. Apenas ayer besaste a tu mujer en frente de mí. Tía Coraima me vio llegar rara, y como siempre que me ve rara empezó a chingar con que viera al cura antes de que se me volviera a meter el diablo. No me odia. Supongo que si me odiara no aceptaría tenerme por única compañía. Hace dos años cumplí la mayoría de edad y no le ha dado aún por echarme. Qué divertido. Mientras mamá se estancaba en los veintinueve años, su gemela exhibía ya calvicie, artritis y mala dentadura. Tía Coraima prefirió no casarse porque su papel en la vida era ser el desmentido de mi madre. Gritar a los cuatro vientos que era Gemela de la Mujer más Sexy y hacer que se rieran de ella, de mamá. Tacaña como ella sola, ni siquiera paga una criada. Yo me hago cargo de los deberes domésticos a cambio de techo, comida y estudios ?quien lo dijera que terminaría estudiando Derecho, yo?, en pocas palabras, nos somos útiles una a la otra. No sabe lo del teatro. Para justificar ausencias y tardanzas tengo que sacarme chanzas de la manga. Le da miedo que pueda andar en estas cosas de la artisteada, que me vuelva como mi madre. No puede entender que lo que yo hago es teatro serio, nada que ver con lo que hacía mamá. Ya me advirtió, que si salgo con un domingo siete me pone de patitas en la calle. Lo que no sabe es que existen los anticonceptivos, jajajajajaja. Jamás me ha conocido novio, no porque se los haya escondido sino porque yo no he querido tenerlo: tú eres otra cosa.

Además, no me gustaría ser como mi madre. Preferiría parecerme a tía Coraima, con todo y su decrepitud. El otro día, buscando un vestido antiguo en su cómoda, encontré un dildo. ¿Te das cuenta? Sentí un poco de asco al imaginarlo incrustado en su reseca pucha, en su doncellez pútrida, pero después me eché a reír: entendí de pronto de donde provenían ese raro zumbido y los suspiros entrecortados que escuchaba por las noches. Ojalá yo pudiera conformarme con tan poco, pensé mirando al amiguito de tío Coraima con ternura.

Escucho de pronto la voz de mi madre: "¿Tal es tu necesidad de convencerte de que soy real?". Me enderecé de súbito. Sus sesgados ojos verdes emboscan los míos, me miran. Sin rencores. Con ternura. Con lascivia. El hermoso rostro de mi madre, perfeccionado por el bisturí y enmarcado de una sedosa cabellera rubia. Hasta su color de pelo era falso, no como el mío. Era lo único que me envidiaba: que fuera rubia natural y ella no. Nunca veo televisión más que cuando vengo aquí, y supongo que tía Coraima cambia rápidamente de canal cuando se hace una mínima referencia al asunto. La veo y no lo creo. Sus compañeros de escena la manosean sin recato, como en la vida real. No pude soportar verla desnuda, no de nuevo. Apago el televisor, el corazón desbocado. Es grotesco que transmitan sus películas después de lo ocurrido. Si alguien la recuerda será sólo por la nota roja que protagonizó con su amante. Todo cuanto hacía mamá era mostrar las tetas y dejarse manosear y quisiera hacerle entender a tía Coraima que en eso precisamente estriba mi abismal diferencia con ella y yo. Mamá hubiera sido incapaz de interpretar de manera convincente un papel como el que actualmente desempeño en tu obra; de decir mi parlamento sin contonearse como una puta: ni siquiera hubiera sabido memorizarlo porque jamás leyó a los clásicos griegos y no habría entendido ni jota.

4:10. Nunca te has tardado tanto. Empiezo a deprimirme. Vuelvo a considerar la posibilidad de que me dejes plantada. Por primera vez. Para siempre. Es la posibilidad de cada mes, por eso acarreo en mi mochila el antídoto contra el dolor junto con la piedra con la que amenazo a los que pretenden cortejarme de noche, en la calle. Ni siquiera el escenario me apasiona tanto como me apasionas tú, particularmente porque los papeles que me hubieran gustado se los cedes a tu mujercita. Puedo resistir no interpretar a María Estuardo, pero si te pierdo no tendrá sentido mi vida, volvería a ser niña a merced de su madre puta y sus degenerados amigos. Sola. Nunca te he hablado del daño que me harías en caso de interrumpir nuestro ritual. Sería como negarme mi droga y dejarme morir en un basurero. Intento transmitirte mi desesperación con mi boca, amándote muda y desesperada... ¿Tan ciego estás que no te das cuenta?

No ha sido fácil sobrevivir a los recuerdos. Sobrevivir a tu desamor, imposible. 4:15. Alguna vez dijiste que la nuestra sería "nuestra aventura para siempre". Quiero decir, lo dijiste cuando decías algo, antes que decidieras no pronunciar palabra. Cómo pronunciar el beso que me robaste tras bambalinas, mientras tu mujercita, caracterizada de Juana de Arco, agradecía la ovación del público. Yo interpretaba a una doncella de la corte del rey Carlos. Del coro, para variar. Vestía toda de verde, con un tocado de oro falso que me encantaba. La compañía estaba lo bastante absorta en el porte de la actriz, menuda y elegante, como para reparar en tu arrebato. Sentir tus labios en los míos me transportó al instante de mi única entrega. Esa donde conscientemente ofrecí lo que Moisés esperaba obtener a la fuerza. Recordé de golpe el denso aliento de mi primer amante, al que, dada mi temprana edad, había olvidado.

Mis lágrimas han humedecido la almohada que de pronto ya no huele a ti sino a la muerte. A Ofelia henchida de agua. A flores marchitas. 4:20. Es un hecho que no vendrás, y no porque hayas olvidado la cita, porque jamás olvidas. Es una bonita manera de decir que no te interesa seguir con esto, que, después de todo tienes remordimientos. ¿Creíste que no me había dado cuenta? Prácticamente huyes después de hacerme el amor, como si te hubieras manchado de algo. No soportas la visión de tu semen en mis piernas. Bien, firmas mi sentencia de muerte. Me siento como si fuera Juana de Arco y tú el traidor rey Carlos, capaz de entregar a su ungidora al enemigo. Esto es algo que debí hacer hace mucho, mucho...

Hurgo en mi mochila. Extraigo la navaja curva. Pudiera emular a otra de mis heroínas favoritas: Madame Butterfly, que tu mujercita caracterizó cubriendo su insípida cabecita rubia con una peluca negra tiesa de laca y rasgándose los ojos con maquillaje. Ella sí tiene la constitución delicada de las mujeres de Oriente, me dijiste... Ah, y baila con encanto y refinamiento, condición indispensable para la actriz que interprete tan privilegiado papel. Abandonada, se encaja una daga en el vientre al recordar que su padre, muerto en la misma forma, había dicho que cuando se ha vivido sin honor, lo único que puede cambiar esa circunstancia es una muerte con honor. Y yo he vivido deshonrada.

Acerco la navaja a mi vena. Tiembla el pulso. Como hace seis años. Me asalta a tarde en que regresé de la secundaria acarreando una pena en la mochila. Una inexplicable mancha de sangre en el cuaderno de matemáticas. Me acosaban con preguntas en la escuela; mis amigos, los maestros, el prefecto; se habían percatado de que algo me ocurría, de que quería gritar, de que gritaba socorro con los ojos. Así lo declararon en los diarios. Casi no hablaba ni comía. La tarde aquella me sentía bomba de tiempo dispuesta a estallar. El rumor de la risa materna me recibió en la puerta como un soplo fétido. La risa de Moisés, grasienta e idiota, se confundió con la de ella. Sentí deseos de vomitar. Estaban en el piso de arriba, en el baño. Nunca tuvieron precaución de que no los viera. Un par de veces los sorprendí cogiendo, una en la cocina, otra en la habitación que alguna vez compartiera mi madre con mi padre. Tanto en una ocasión como en la otra, mi madre no percibió mi proximidad. Moisés sí. Deduje que era justo lo que quería: que lo viera montar a mi madre como perra mientras le azotaba la grupa, y al coincidir nuestras miradas, de un extremo a otro, esbozó una sonrisa entre obscena y triunfal.

Arrojé lejos la mochila y bajé corriendo al sótano. No a esconderme como siempre. Papá no había regresado por su colección de escopetas. Vamos, ni siquiera por mí a pesar de lo prometido con la mano sobre el pecho. Estaban justo donde las dejó, cubiertas de moho y telarañas. Él me había enseñado a tirar cuando yo tenía los siete recién cumplidos y éramos un ser indivisible. A esa edad ya había matado de un sólo tiro a varios pájaros y liebres. Tomé el arma entre las manos, con una familiaridad que hasta a mí misma me sorprendió. No había vuelto a tocarla desde que papá se fue. Corté cartucho: estaba cargada.

Al cabo de un rato la policía encontró a una niña con uniforme de secundaria federal, en posición fetal junto a la tina de mármol azul donde los amantes naufragaban en su sangre. Fui detonadora de compasión y mesas redondas sobre maltrato infantil. La sociedad se conmovió hasta el llanto con la historia de la chiquilla que, violada por el amante de su madre, entregada por su propia madre a una jauría de viciosos, había cobrado venganza por su propia mano. Me convertí en heroína. Electra y Juana de Arco en una. Mi cabeza no rodó como la de María Estuardo, antes bien, fue coronada como la de una santa, aunque después de algunos meses me olvidaron. Estuve sólo dos años en la clínica, como pomposamente la llamabas. Fue la actuación de mi vida. Afuera, mi público me ovacionaba, me gritaba ¡Te queremos! ¡Te queremos! Lástima, te perdiste de esa, la mejor parte, porque cuando reapareciste en aquel cuarto soleado e inundado de los peluches que me hacían llegar mis admiradores, mi público, cargando uno más entre tus brazos, ya había hecho de este mundo mi escenario...

Siempre supe que la historia concluiría en un cuarto de hotel, siempre...

-¡Ifigenia! -susurras del otro lado de la puerta, tocando con suavidad- ¿Sigues ahí?

Mi nombre me espabila. El nombre que me diste en honor a tu heroína predilecta, qué ironía, la que fue sacrificada por su propio padre ?el mismo de Electra, ni más ni menos? a los dioses. Mi madre y sus amistades me lo cambiaron por un insípido "Jenny" que, aseguraban, iba mejor con mi personalidad. Jenny Couto, dijeron los periódicos: el apellido materno. ¡Te queremos, Jenny, te queremos! Para los programas de mano soy Ifigenia Ramson, apellido por ti adjudicado. No hay rastro de mi nombre en el tuyo, que no sea el que inventaste. Ni siquiera escuché tus pasos. Siempre es igual. Sigiloso, como buen depredador. Yo, tu inocente y distraída presa. Idiota, idiotita. Tu respiración entrecortada me hace ver que has subido las escaleras a galope: se te ha hecho tarde; el tráfico o qué se yo. Traes una excusa lo suficientemente buena para que mi vida recobre sentido: tus excusas son el aire que respiro.

Retrocede el filo sobre mi vena... ¡Papá, has vuelto...!