viernes, diciembre 24, 2004

Philip K. Dick recuerda la primera vez que le publicaron un cuento



Lo primero que uno hace cuando vende su primera historia es telefonear a su mejor amigo y decírselo. Lo más probable es que el amigo te cuelgue sin dejarte acabar de contárselo, lo cual te desconcertará hasta que comprendas que él también está intentando vender sus historias y aún no lo ha conseguido. Esta reacción servirá para serenarte un poco. Pero luego, cuando tu esposa vuelva a casa, díselo también, y verás como no te castiga con su indiferencia; todo lo contrario, se sentirá complacida y excitada. Cuando vendí Roog a Anthony Boucher para Fantasy & Science Fiction, yo estaba al frente de una tienda de discos durante parte del día, y escribía el resto de él. Si alguien me preguntaba a qué me dedicaba, siempre decía: «Soy escritor». Esto ocurría en Berkeley, en 1951. Todo el mundo era escritor allí. Nadie había vendido nada. De hecho, la mayoría de la gente que conocía creía que era innoble y rastrero someter un cuento a una revista; uno lo escribía, lo leía en voz alta a sus amigos y lo olvidaba. Así era Berkeley en aquellos días.

Otro problema que tenía para conseguir que la gente me admirara por haberlo vendido era que mi cuento no se trataba de un relato normal para una pequeña revista, sino que era un cuento de ciencia ficción, un género poco leído por la gente de Berkeley en aquel tiempo, excepto un reducido grupo de aficionados muy excéntricos; parecían vegetales animados. «¿Qué pasa con tus historias serias?», preguntaba la gente. Yo tenía la impresión de que Roog era una historia completamente seria. Habla del miedo, de la lealtad, de una oscura amenaza y de una criatura bondadosa que no puede transmitir el conocimiento de esa amenaza a sus seres queridos. ¿Qué tema puede haber más serio que ése? Lo que la gente interpreta realmente por «serio» es «importante». La ciencia ficción no era entonces, por definición, importante. Durante las semanas que siguieron a la venta de Roog me deprimía cada vez más a medida que me advertía los severos códigos de comportamiento que había quebrantado vendiendo mi cuento, puesto que se trataba de un cuento de ciencia ficción.

Para empeorar las cosas, empecé a alimentar la ilusión de que podía ganarme la vida como escritor. Las fantasías que llenaban mi cabeza se referían a que podría abandonar mi trabajo en la tienda de discos, comprarme una maquina de escribir mejor, escribir todo el día y seguir haciendo frente a los gastos de la casa. Tan pronto como empiezas a pensar algo similar vienen a buscarte y te llevan. Y lo hacen por tu bien. Cuando más tarde te sueltan, ya curado, has olvidado esas fantasías. Vuelves a trabajar en la casa de discos, en el supermercado o limpiando zapatos.

Bueno, el asunto es que convertirse en escritor representa... bien, es como aquella vez que le pregunté a un amigo qué pensaba hacer al terminar el colegio y me dijo: «Voy a ser pirata». Y lo dijo muy en serio.

El hecho de que Roog se vendiera se debió a que Tony Boucher me señaló lo que debía cambiar en el original que le envié. Sin su ayuda aún estaría en la tienda de discos, y lo digo muy en serio. Por aquel entonces Tony daba clases de arte de escribir en la sala de estar de su casa de Berkeley. Leía nuestros cuentos en voz alta y así nos dábamos cuenta, no sólo de lo horribles que eran, sino de cómo podíamos mejorarlos. Tony no se limitaba a mostrarnos lo malo de lo que escribíamos, nos ayudaba a transformar aquella basura en arte. Tony sabía cómo moldear a un buen escritor. Nos cobraba -apunten- un dólar a la semana. ¡Un dólar! Si alguna vez existió un hombre bueno en el mundo fue Anthony Boucher. Yo lo adoraba, de veras. Solíamos reunirnos una vez a la semana para jugar al póquer. El póquer, la ópera y la literatura eran lo más importante para Tony. Le echo mucho de menos. Una noche de 1974 soñé que había accedido al otro mundo, y allí estaba Tony, esperándome para ser mi guía. Se me llenan los ojos de lágrimas cuando pienso en ese sueño. Allí estaba, pero transformado en Tony el Tigre, como en esos anuncios de cereales para el desayuno. En el sueño estaba más alegre que nunca, y yo también. Pero era un sueño; Tony Boucher ya se marchó. Sin embargo, sigo siendo un escritor gracias a él. Cada vez que me siento para empezar una novela o un relato, siempre me viene el recuerdo de ese hombre. Creo que me enseñó a escribir por amor, y no por ambición. Es una buena lección para cualquier ocupación en este mundo.

Esta pequeña historia, Roog, trata de un perro real... ya desaparecido, como Tony. El nombre auténtico del perro era Snooper, y creía tanto en su mundo como yo en el mío. Su principal trabajo, en apariencia, era cuidar que nadie robara la comida de su cubo de la basura particular. Snooper actuaba impulsado por la ilusión de que los propietarios consideraban la basura algo valioso. Cada día sacaban bolsas de papel llenas de deliciosa comida y las depositaban en un contenedor de metal que luego tapaban firmemente. Al terminar la semana, el cubo de la basura estaba lleno... y en ese momento llegaba el más diabólico grupo de entidades malignas del Sistema Solar en un enorme camión y robaba toda la comida. Snooper sabía con toda exactitud qué día de la semana ocurría esto: el viernes. Así que a las cinco de la madrugada del viernes, Snooper lanzaba su primer ladrido. Mi esposa y yo teníamos la convicción de que los despertadores de los basureros sonaban a aquella hora. Snooper sabía cuándo abandonaban sus casas. Podía oírles. Era el único que podía; todos los demás ignoraban lo que se preparaba. Snooper debía pensar que vivía en un planeta de lunáticos. Sus dueños, y cualquier otro habitante de Berkeley, podían oír a los basureros cuando llegaban, pero nadie hacía nada. Sus ladridos me volvían loco cada semana, pero me sentía más fascinado por la lógica de Snooper que irritado por los frenéticos esfuerzos para que nos levantáramos. Me preguntaba: ¿qué idea tendrá este perro del mundo? Es obvio que no lo ve como nosotros lo vemos. Ha desarrollado un completo sistema de creencias, una visión del mundo radicalmente distinta de la nuestra, pero a partir de unas bases completamente lógicas, apoyadas por la evidencia.

De modo que éstas, en su forma más primitiva, son las bases en las que se fundamentaron muchos de mis veintisiete años como escritor profesional: el intento de meterme en la cabeza de otra persona, o en la cabeza de otra criatura, y ver a través de sus ojos, descubriendo así lo distinta que es esta persona del resto de nosotros. Uno empieza con la entidad sensible y avanza hacia afuera, y, a partir de ahí, deduce su mundo. Uno nunca puede saber cómo es realmente este mundo, pero creo que es posible efectuar algunas aproximaciones bastante correctas. Empecé a desarrollar la idea de que cada criatura vive en un mundo distinto al mundo de las demás criaturas. Sigo creyendo en ella. Para Snooper, los basureros eran horribles y siniestros. Pienso que los veía literalmente distintos a como los veíamos nosotros, los humanos.

Esta noción de que cada criatura ve el mundo de manera diferente a las otras criaturas imagino que no será compartida por muchos de ustedes. Tony Boucher tenía muchas ganas de que una antologista muy importante (a la que llamaremos J. M.) leyera Roog para ver si podía utilizarlo en una de sus antologías. Su reacción me sorprendió. «Los basureros no tienen esa apariencia -me escribió-, no tienen cuellos delgados como lápices y cabezas que se bambolean. No se comen a la gente.» Creo que enumeró doce errores del relato, todos relativos a la forma en que yo presentaba a los basureros. Le respondí explicándole que tenía razón, pero que un perro... bien, de acuerdo, que el perro estaba equivocado, lo admitía. El perro estaba un poco loco. No estábamos tratando con un perro y la visión de unos basureros a partir de los ojos de un perro, sino de un perro loco... que se había vuelto loco a causa de esas incursiones semanales en el cubo de la basura. El perro había alcanzado el estadio de la desesperación. Eso era lo que yo deseaba transmitir. De hecho, era el punto crucial del cuento: el perro había rebasado todas las opciones y se había vuelto loco por culpa de aquel acontecimiento semanal. Y los roogs lo sabían. Les gustaba. Se burlaban del perro. Disfrutaban con su insensatez.

La señorita J. M. me rechazó el cuento para sus antologías, pero Tony lo publicó y aún se sigue publicando; de hecho, actualmente es un texto para alumnos de la escuela superior. Hablé con una de las clases a las que se había asignado el cuento, y todos los chicos lo entendían. Lo más interesante es que había un estudiante ciego que parecía ser quien mejor había captado su significado. Sabía desde el principio lo que significaba la palabra roog. Captaba la desesperación del perro, la frustrada furia del perro y su amarga sensación de derrota. Quizá en algún momento entre 1951 y 1971 todos nos hemos acostumbrado a los peligros y transformaciones del entorno habitual de una forma que antes no hubiéramos admitido. No lo sé. Pero, de todos modos, Roog, mi primer relato vendido, es biográfico; vi al perro sufrir, y comprendí un poco (no mucho, quizá, paro un poco) lo que le estaba destruyendo, y sentí deseos de hablar con él. Esa es la pura verdad. Snooper no podía hablar. Yo sí. De hecho, podía escribirlo, alguien podía publicarlo y algunas personas podían llegar a leerlo. Escribir narrativa tiene que ver con esto: convertirse en la voz de aquellos que no la tienen, y espero que me entiendan. No es tu voz, la voz del autor, son esas otras voces que nadie oye.
El perro Snooper está muerto, pero el perro de la historia, Boris, sigue vivo. Tony Boucher está muerto, y algún día yo también lo estaré, y, en fin, ustedes también. Pero cuando estuve con aquella clase de la escuela superior y hablamos de Roog, en 1971, exactamente veinte años después de vender el cuento... Snooper seguía ladrando y su angustia y sus nobles esfuerzos seguían todavía vivos, y se lo merecían. Mi relato es un homenaje a un animal, a una criatura que ya no ve, ni oye, ni ladra, pero, maldita sea, estaba cumpliendo con su deber. Aunque la señorita J. M. no lo comprendiera.Me gusta este cuento, y dudo que hoy lo pudiera escribir mejor que cuando lo hice, en 1951. Ahora escribo textos más largos (1976).

(Robado arteramente de De koalas y pornografía (http://www.rasabadu.blogspot.com/) de Edgar Omar Avilés)