martes, noviembre 30, 2004

Mórbidas y oníricas ficciones

A propósito de Nada y Otros Sueños, de Alfredo Barrios

Por Guillermo Vega Zaragoza

Conocí a Alfredo Barrios en la escuela de escritores de SOGEM hace unos años. Casi invariablemente, cuando opinaba en clase, incluía, viniera o no al caso, algún comentario relacionado con la vida o la obra de Julio Cortázar, razón por la cual muy pronto los compañeros terminamos refiriéndonos a él, no sin cierta mala leche, como "el hijo de Cortázar". Su afición y veneración por el autor de Las armas secretas era ostensible e inocultable. De alguna forma, Alfredo seguía al pie de la letra el primer mandamiento del decálogo de Horacio Quiroga: "Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo".

De aquel entonces, debo confesarlo, no recuerdo haber leído o escuchado nada de lo que Alfredo escribía, hasta ahora que me obsequió su primera, excelente, colección de cuentos titulada Nada y otros sueños. Corroboro con gusto que Alfredo permanece fiel a su devoción cortazariana, pero que tampoco se ha quedado en el homenaje, el reciclaje o la simple copia de los temas y las formas desarrolladas por el creador de Todos los fuegos el fuego, sino que, afortunadamente, para él como creador y para nosotros como lectores, ha emprendido la búsqueda de su propia voz, de su propio camino narrativo, y el resultado es sumamente cautivante y disfrutable.

Por ello, no es sorprendente que, en la contraportada del librito, el maestro Eduardo Casar utilice una cita de Cortázar para comparar el cuento con la poesía, y defina así los cuentos de Alfredo Barrios: "estructuras cerradas, redondas, sílabas de imaginación bien armadas y con una cohesión molecular como las de las gotas de agua cuando van cayendo". En efecto, en uno de sus textos clásicos sobre el tema ("Del cuento breve y sus alrededores", publicado en Último round en 1969), Cortázar reitera, retomando al ya mencionado Quiroga, que solamente es posible dar vida a un cuento cuando se logra crear "el pequeño ambiente" en el cual se desenvuelven los personajes y que sólo parece tener interés para ellos mismos.

A esto Cortázar le llama la "esfericidad" del cuento; es decir, a que "la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean trazados como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma esférica".

Por lo mismo, no es casual tampoco que Casar compare los cuentos de Alfredo Barrios con gotas de agua, pues, en efecto, estamos ante relatos breves, perfectos, redondos, que caen con exquisita precisión sobre el estanque de nuestra conciencia, provocando la expansión de sus ondas más allá del límite de la hoja de papel.

Es precisamente la brevedad de la mayoría de los cuentos de Alfredo Barrios la que nos obliga a colocarlos en ese cajón que ahora se conoce como "minificción", "ficción breve", "minicuento" o "micro-relato"; es decir, como lo quiere Lauro Zavala: aquella narrativa literaria de extensión mínima, que puede ir desde una oración hasta dos páginas impresas a lo mucho, y que suele tener un carácter marcadamente experimental y lúdico.

La ficción breve cuenta con una amplia y nutrida tradición en nuestro país, cultivada por autores tan disímbolos y prestigiados como Julio Torri, Alfonso Reyes, Juan José Arreola, Augusto Monterroso, Salvador Elizondo, José de la Colina, Edmundo Valadés, e incluso Octavio Paz, y más recientemente José Emilio Pacheco, Felipe Garrido, René Avilés Fabila, Guillermo Samperio y Marcial Fernández, por citar sólo algunos.

No obstante, la ficción breve no se define únicamente por su extensión minúscula, sino que engloba otras particularidades que la han convertido en un campo muy socorrido por los escritores más recientes; no obstante que, en su aparente sencillez y facilidad, encierra múltiples complicaciones que hacen de ella un género sumamente intrincado, lo cual dificulta aún más el logro de la maestría.

En su Breve manual para reconocer minicuentos (UAM Azcapotzalco, 1997), la venezolana Violeta Rojo añade cuatro características más, además de la brevedad, para definir a este género:

- Cuidado extremo del lenguaje, pues el autor debe utilizar las palabras exactas y precisas para describir y definir situaciones en pocas y justas pinceladas, con apenas unas pocas palabras.

- Anécdota comprimida, en la cual muchas veces el argumento ya está implícito y muchos datos no se proporcionan y solamente se sugieren, por lo que corresponde al lector decodificarlos, completarlos y desarrollarlos.

- Utilización de referencias comunes o conocidas (también llamados "cuadros" o "marcos de conocimiento"), las cuales contribuyen a la brevedad y condensación de la anécdota, pues el autor de minificciones suele recurrir a temas conocidos o proporciona referencias comunes para no tener que explicar situaciones ni ubicar largamente al lector, por lo que en la minificción es frecuente el uso de la intertextualidad y, en menor medida, la metaliterariedad.

- Estructura "proteica", en la que pueden participar las características de otros géneros literarios, como el ensayo, la poesía, el cuento más tradicional, fábulas y palíndromos, así como reflexiones, recuerdos, anécdotas, listas de lugares comunes, fragmentos biográficos, definiciones de diccionario, las reconstrucciones falsas de la mitología clásica, instrucciones, reseñas de falsos inventos, entre muchos otros.

Sin embargo, podemos añadir otra característica de la ficción breve, enunciada por Guillermo Samperio en el epílogo de su libro La brevedad es una catarina anaranjada (Lectorum, 2004):

- El final sorprendente, a veces circular, a veces elusivo, en el que predominan "los que llevan una carga de humor negro severa; allí, el minificcionero deviene implacable, casi amoral, con tal de conseguir su propósito de relojero: que el mecanismo explosivo de su microprosa funcione a tiempo".

En este sentido, podemos ver que los relatos de Alfredo Barrios cumplen a cabalidad con estas características, pero no lo hacen de manera mecánica, como si las hubiera aprendido de un manual, sino que las combina en perfecto equilibrio para lograr textos casi perfectos en su manufactura, en su intención y en su capacidad evocativa. Son, en efecto, esferas brillantes, calidoscópicas, que nos revelan mundos subyugantes, inquietantes, pesadillescos, en la tradición fantástica del horror que surge de repente en lo más trivial y cotidiano, como puede ser un viaje en microbús, como en el cuento "Tardeada", o en el tedioso y pesado día de trabajo de un burócrata en "Línea negra", o en la mujer que sale por la ventana del baño, hace su vida y regresa décadas después con el mismo hombre ya decrépito en "Ventanas".

En El aire y los sueños (FCE, 1958), Gaston Bachelard dice que las imágenes del sueño son, por definición, imágenes de la imaginación, invitaciones al viaje, metáforas aéreas, verticales, que surcan los cielos; son, por antonomasia, imágenes creativas, vitales. Sin embargo, resulta por lo menos paradójico que la gran mayoría de estas imágenes oníricas surjan en los momentos en que el hombre se encuentra en posición horizontal, acostado, mientras duerme, que es la posición más cercana a la muerte. De esta forma, los sueños y la muerte se entrecruzan, se contrapuntean, se complementan y se contradicen. Así, la vida nace de los sueños, que es cuando parecemos estar muertos.

De alguna manera, Alfredo Barrios trata de revelarnos este misterio a través de sus cuentos, desde el primero, "El arma", en el que un escritor tiene el poder de matar con tan sólo apuntar con sus dedos como si fuera una pistola; en el galardonado "Soñé que volaba" donde un hombre con facultades onirománticas sueña su propio suicidio; en "Juego sucio", donde un tramposo jugador se salva de ser descubierto gracias al oportuno sueño de su mujer; en "Sin retorno", en el que a un muerto todavía no le cae el veinte de que ya lo es; en "Cáustico", con el mariguano que muere de un balazo en la cara y revive para matar a toda su familia, para luego seguir su vida como si nada; con los heterodoxos métodos pedagógicos de Mr. Raling en "Alumnos de excelencia"; en el tiro al paracaidista como parte de los novedosos "Deportes extremos"; en la revelación en el lecho de muerte de que la vida de un escritor puede ser su mejor obra como en "Punto final"; o mejor: que la mejor obra, la más premiada, en realidad nunca fue escrita, como en "Nada". Incluso en la fábula de una Parca irremediablemente enamorada que olvida sus obligaciones en "Los favores de la muerte".

Después de la lectura de esta afortunada obra inaugural de Alfredo Barrios, la máxima de Heráclito (sí, aquel de que "nadie se baña dos veces en el mismo río") se nos revela con rotunda claridad: "Muerte es todo lo que vemos despiertos; sueño lo que vemos dormidos". Si la misión del escritor es revelarnos precisamente eso, lo que todos vemos en nuestros sueños, pero estamos demasiado despiertos como para reconocerlo, Alfredo Barrios la cumple con creces en ésta, su primera aventura en el mundo de las letras.

(Esto lo dije el pasado viernes 26 de noviembre en el Centro Cultural Mixcóatl en la presentación del mencionado libro)