jueves, mayo 27, 2004

CONNOLLY RECUPERADO

Hoy no tengo muchas ganas de escribir, así que me pongo mi parche pirata y los dejo con un puñado de textos sobre el autor del que es, en mi opinión, uno de los mejores libros que se han escrito: La tumba sin sosiego. Todo aquella persona que quiera dedicarse a la literatura debería leerlo antes de decidirse y, en general, todas las personas deberían leerlo y tenerlo en el buró, a un lado de la cama, junto con la Biblia y alguna novela policiaca.

La voluntad de fracaso
por Juan Antonio González Iglesias



El maestro Connolly, por supuesto

A principios de los noventa se publicó en español lo esencial de Cyril Connolly, que abarca la novela, la autobiografía y el ensayo. La sepultura sin sosiego se presenta como un ensayo, lo que aquí quiere decir ejercicio de escritura total, realizado con la independencia propia de un poeta. Hace diez años Martínez-Lage lo tradujo como El sepulcro sin sosiego. Ahora sustituye sepulcro por sepultura (que alitera igual y es menos infiel). Connolly firmó la primera edición (1944) con el pseudónimo de Palinuro, porque Palinuro, el timonel de Eneas, es el muerto que queda en el mar. Así The Unquiet Grave significa la tumba sin descanso, la del que no está enterrado. Unquiet no es más que la negación del requiescat. En esta misma traducción dice Connolly: «Cuido las tumbas de Horacio y de Tibulo, de Pitágoras y de Aristipo, de Montaigne y de Lao-tsé». Es la metáfora del que perpetúa la tradición literaria leyendo, eligiendo sus autores, y escribiendo, es decir, encomendando a otros su muerte o su inmortalidad.

Francia aflora continuamente en el libro, porque era un ingrediente constitutivo de la personalidad de Connolly. Tout mon mal vient de Paris, llega a confesarnos. Y como contrapartida suplica: «Calles de París, rogad por mí». Entre citas de autores franceses y pasajes escritos por Connolly en esa lengua, el original es prácticamente bilingüe. Igual que la traducción, porque Martínez-Lage ha decidido no trasladar los fragmentos franceses, que suman un cuarto del total, si no más. Para entendernos, hay aquí más francés que latín hay en El nombre de la rosa. Alguna página (por ejemplo la 99) está íntegramente en francés. Eso sería aceptable si el equilibrio de los idiomas funcionara como a mediados de siglo, cuando el francés era la lengua de cultura conocida tanto en Inglaterra como en España. Tal como están ahora las cosas, los lectores capaces de comprender íntegramente el francés literario de Connolly (y de sus citas: Pascal, Voltaire, Flaubert) comprenderían también el inglés. Y quienes necesitan traducción del inglés, con más razón la necesitan del francés. ¿Solución? La misma que para las muchas citas del latín: mantenerlo, acompañándolo de traducción (aunque fuese en apéndice).

Algún crítico quisquilloso reprocharía al traductor que escriba Gilgames (en vez de Gilgamesh); que use drupa («fruto carnoso») referido a la castaña, y que reitere el anglicismo «revisitar». Yo prefiero pensar que es otro latinismo que nos llega gracias al inglés. Sobre todo, prefiero felicitarlo porque el conjunto es poderosamente literario. Y para detalles, éstos que reflejan su buen hacer: el pesimismo de Connolly (maníaco-depresivo también en el estilo) adquiere en la traducción un gusto quevedesco: «Cuando me paro a considerar todo lo que creo». Un eco de Lorca («así que pase un centenar de años...») inaugura un certero aforismo: «...ciencia y ética (amor y poder), la dualidad del momento presente, probablemente [resultará] tan arcaica como la controversia sobre el sexo de los ángeles». Recomiendo al lector que siga las huellas hispánicas en este británico francófilo y latinizante: San Ignacio, Molinos, Dalí, Lorca, Picasso, incluso aurreskus (aunque franceses)... En semejante babel, los pasajes que están en castellano en el original adquieren un sabor diferente. Su depresión de Nochebuena se plasma en nuestro asombroso villancico: «Y nosotros nos iremos / y no volveremos más». Para su pesimismo, toma de un grabado de Goya esta sentencia: «No hay remedio». Para su amor, este endecasílabo: «Porque sabes que siempre te he querido». Para sus obsesiones, una sola palabra: querencia.

El ensayo tiene la hermosura de lo claro y de lo oscuro. Plantea y resuelve los enigmas. «Reflexionemos acerca de si existe algún escritor vivo cuyo silencio pudiera considerarse una catástrofe literaria» (todos sabemos cuál sería ahora la respuesta). Él toma el pulso de nuestra civilización en el centro del agitado siglo XX y de su atormentada biografía personal. En su planteamiento, tradición clásica ­Europa como unidad­ equivale a cultura que progresa. Desde el cruce entre humanismo clásico y surrealismo romántico otea toda su época. Igual establece conexiones entre Epicuro y Marx, que cataloga a Disney como «un Shakespeare de décimo orden». Y no pierde de vista Oriente, porque desconfía de las falsas dualidades.

Es evidente ya que estamos ante una teoría general de la cultura, edificada sobre particularidades. Entre ingenuo y genial («un artista se torna conocido poco a poco mediante su continuado deseo de dirigirse a los desconocidos»), el libro erige otro elogio de la locura, otra anatomía de la melancolía. Es su diario al filo de los cuarenta años. Un anticipo de la guía triste de París. Una terapia, una búsqueda razonada de la felicidad. Una apología del sol. Una celebración del amor a la mujer, con rachas de misoginia. Yo puedo resumir su estética como una ecología; él se limita a decir que el artista maneja el Diccionario de Sinónimos de la Naturaleza. También hay razzias en la política (contra el totalitarismo) y en las religiones (por ejemplo, el Islam como «credo extrovertido» y carente de culpas). ¿Cómo se organiza todo esto? Desde la mejor ironía británica: «Nuestros viejos amigos son indistinguibles de nuestros enemigos». «La unión física completa entre dos personas es la más rara sensación que puede deparar la vida, a pesar de no ser real del todo, pues cesa tan pronto suena el teléfono». «La indiferencia hacia los periódicos» es un «síntoma de buena salud».

Cuando Palinuro cae al mar («antiquísimo símbolo del inconsciente») se lleva la caña del timón. Connolly ve en ello una castración freudiana de Eneas. A su vez Eneas cortó la Rama Dorada. Al recordarnos ese paralelismo, creo que Connolly sugiere otro entre su ensayo y la gran obra de Frazer, basada en otra operación virgiliana. Palinuro es Virgilio, es el rechazo del poeta hacia el poder (de Eneas o de Augusto). Es el inconsciente deseo de morir. Es la renuncia al éxito y la angustia por esa renuncia. Al final, con etimologías escatológicas («palin-uro») Connolly retoma la ironía. Él mismo nos había contado que el cangrejo de río se llama palinurus vulgaris. No creo que haya mejor metáfora para la lentitud y el retroceso, ni mejor nombre para la voluntad de fracaso. Es el nombre del genio que elige un anonimato feliz. Del sabio que se retira. Es Palinuro, aquel que, según el increíble verso de Virgilio, queda desnudo en la ignorada arena.

La literatura contra los libros
por Javier Rodríguez Marcos


Compañero de W. H. Auden, George Orwell, Graham Greene, Evelyn Waugh y Stephen Spender, el escritor británico Cyril Connolly fue uno de los mejores críticos de los años treinta y cuarenta. Ensayista agudo y culto, sus títulos, entre los que destaca «Enemigos de la promesa», le convirtieron en guía de la literatura anglosajona. De la mano del sello Mondadori están a punto de aparecer su antología «La caída de Jonathan Edax», que se publica por vez primera en español, y uno de sus libros más importantes, «La sepultura sin sosiego», reeditado ahora en bolsillo.

Hay, sugiere Cyril Connolly en La caída de Jonathan Edax y otras piezas breves, dos maneras de arruinarse el gusto por la literatura: la primera consiste en entregarse a la bibliofilia; la segunda, en dedicarse a la crítica literaria. Si ésta, viene a decir, es una tarea a tiempo completo pagada a tiempo parcial en la que el destino de libros ilegibles se rige junto al de libros no leídos, aquélla no es más que una forma degradada de filatelia en la que la lectura es reemplazada por un gesto que consiste en abrir y cerrar un libro para comprobar, con cierta náusea, que no se trata de una primera edición.

Que tales juicios provengan de un bibliófilo confeso considerado además como uno de los más importantes críticos literarios de este siglo da una idea de con quién estamos tratando: un hombre lúcido y directo que ya desde las primeras líneas de La sepultura sin sosiego, tal vez su mejor obra, afirma sin contemplaciones: «Cuantos más libros leemos, más claro resulta que la verdadera tarea del escritor es elaborar una obra maestra; ningún otro quehacer tiene, en comparación con éste, la menor relevancia». Ni que decir tiene que también Connolly persiguió escribir esa obra perfecta. De hecho, mucha gente le creyó capacitado para ello: durante años fue considerado una de las mayores promesas de la literatura británica, pero ya se sabe que, como él mismo recuerda, a quienes los dioses desean destruir primero lo llaman prometedor.

Efectivamente, ninguna de sus novelas ­ni la esperadísima En el fondo del estanque, publicada a los treinta y tres años, ni la póstuma Amparad esos laureles (ambas editadas en su día por Versal)­, ninguna de sus novelas, decíamos, fue esa obra ante cuya elaboración cualquier otra tarea carece de sentido. Evidentemente, el primero en apreciar esa circunstancia fue su propio autor. Ya dijimos que era un hombre lúcido. El gran crítico que fue advirtió pronto las limitaciones del novelista que siempre quiso ser. Se diría, además, que Connolly supo apreciar como pocos el talento ajeno, pero no llegó a resignarse a que el suyo, y era mucho, sólo brillara lejos de la ficción, melancólicamente convencido como estaba de que el arte sin imaginación es como la vida sin esperanza. En ese sentido, la suya es, si no la obra de un desesperado, sí la de alguien instalado en el desencanto y el escepticismo. Y ya se sabe lo cerca que la sátira está de la elegía. «El objetivo del crítico ­llegará a decir­ es vengarse del creador».

Tal vez, en efecto, esa obra cumbre desconocida no esté en sus narraciones, pero está muy cerca de hallarse en la parte ensayística de Enemigos de la promesa ­la memorialística es más previsible­ y, sobre todo, en las páginas de un «libro de guerra» como La sepultura sin sosiego. Es decir, tal vez su tarea no se cumpliera tanto en la totalidad coherente y cerrada de un férreo universo narrativo, al que no supo acceder, cuanto en el pensar iluminador de la lectura y el fragmento. Desde este punto de vista es plenamente contemporáneo porque, como nos recuerda buena parte de la filosofía de este siglo, la pluralidad de la vida se ha liberado de toda razón fuerte que pretenda comprenderla, rebelándose ante cualquier fundamento que se atribuya un carácter legitimador. «El río de la verdad ­escribirá el propio Connolly­ siempre se divide en varios brazos que después vuelven a reunirse. Aislados en las islas que forman dichos brazos, sus habitantes discuten durante la vida entera acerca de cuál es la principal corriente».

Dos son, como apuntamos, los brazos en que se divide la corriente principal de La caída de Jonathan Edax y otras piezas breves: la bibliofilia y la crítica literaria. El relato que da título a un volumen que mezcla ficciones, artículos y un texto de carácter memorialístico formaba parte de una serie dedicada a los siete pecados capitales promovida por el Sunday Times en 1961. Mientras Auden, por ejemplo, se ocupó de la cólera y Evelyn Waugh de la pereza, Cyril Connolly decidió reflexionar sobre la codicia parodiando el fetichismo de un coleccionista de libros y porcelanas. Es evidente el simbolismo de esas dos formas de pasión neurótica por los objetos: la preocupación enfermiza por el continente de volúmenes y platos anula el interés por su contenido. En el fondo, el bibliófilo sería al lector lo que el coleccionista de vajillas al gourmet.

La caída... es, sobre todo, el retrato de un personaje absurdo al que le gustaría irse a la tumba con las piezas que ha acumulado a costa de robar en las colecciones ajenas y a costa de la penuria de una familia a la que detesta. Connolly, además, lleva a los terrenos de la ficción su propio mundo: la revista Horizon, que dirigió, los tics de alguien como Thomas Fruslove ­amigo y víctima del protagonista y prototipo del escritor que apenas escribe porque está ocupado en explicar en artículos y conferencias el libro en el que de joven puso su poco talento­ o los autores ­Hopkins, Eliot o Auden­ a los que años después consagraría esa suerte de canon ­«personal como un electrocardiograma»­ que es Cien libros clave del Movimiento Moderno o que es su propia biblioteca ­un monumento dedicado al tipo de escritor que le gustaría haber sido­, escrutada en otra de las piezas de este volumen, «La alacena del adicto a la novela». Edax es, en fin, un codicioso esnob y misógino que considera que uno debería escoger a su heredero mediante examen y para el que «todas las mujeres son, pasados los cuarenta, una inversión que ya no produce beneficios».

La reflexión sobre las perversiones de la bibliofilia pasan del relato al artículo en «Fiebre bibliófila» o «Los reductores de cabezas», una sátira contra los excesos de algunas universidades que cuentan con archivos absurdamente exhaustivos sobre la obra de un escritor (borradores, copias de papel carbón, galeradas, originales mecanografiados y cartas del director de su banco) pero no con la persona del autor, cuya presencia sólo serviría para deteriorar con su manipulación los valiosos manuscritos.

Las páginas dedicadas a la crítica literaria son, con todo, las más valiosas de una recopilación a la que Mauricio Bach ha aportado una impecable introducción y en la que ha conseguido crear un universo coherente a partir de material disperso ­el volumen se completa con la parodia de un James Bond travestido y un paseo por el Londres romántico y dandi­. Si «Críticos» es un irónico y apocalíptico, algunos dirán que muy actual, repaso a la decadencia de la literatura gracias al concurso de críticos serviles, autores mercenarios, libreros mezquinos, editores oportunistas y, de nuevo, bibliófilos imbéciles, también es un ataque a la novela panfletaria y una sucinta reivindicación del crítico que era el propio Connolly, dotado de inteligencia analítica y sensibilidad exploradora, algo que tiene mucho que ver con la erudición y la penetración que pedía Auden al lector.

Por su parte, «Noventa años reseñando novelas» es el brillante repaso a su oficio por parte de un crítico de veinticinco años, y ya desencantado, que en 1929 diagnostica que lo incomprensible tiene amigos poderosos y que la narrativa inglesa ha dejado de ser legible. «Cuantas más obras reseño más leo a los clásicos», dirá en algún momento. Y también: «La crítica de novelas es la tumba del periodismo; es el equivalente, en el mundo de las letras, a construir puentes en algún clima tropical imposible. Es un trabajo duro, insano y mal pagado, y por cada palmo de espesa vegetación que se logra desbrozar con arduo trabajo, la selva avanza el doble durante la noche». Fiel a su idea de que el objetivo de los críticos es vengarse de los creadores, Connolly divide a aquéllos según su grado de descreimiento y termina dando una serie de valiosos consejos: no loar, escribir para el autor cuando el libro gusta y para el público en cualquier otro caso, leer los libros reseñados y no ocuparse de los de los amigos. Y especializarse. «Todo buen crítico tiene un tema predilecto ­dice­. Se especializa en ese tema sobre el que ha sido incapaz de escribir un libro y su meta es comprobar que ninguna otra persona lo logra».

Aunque Cyril Connolly solía repetir que las tempranas expectativas que un crítico pudiera tener de descubrir a un nuevo valor son un placer menos gozoso que las esperanzas posteriores de poder desacreditar a un viejo escritor, hay que decir que, con albergar artículos valiosos, La caída de Jonathan Edax y otras piezas breves no está entre los mejores momentos de su autor. Los adictos, eso sí, agradecerán la visita. Los demás harán bien empezando por La sepultura sin sosiego. Allí descubrirán también al erudito de siempre, aunque acompañado esta vez por el hombre al que una guerra y una separación habían hecho sabio escribiendo esas páginas, en el fondo, firmadas por un convencido de que el pensamiento consuela de todo. No obstante, aunque el cerebro sea capaz de hacernos inmunes a la pena, el corazón recuerda a cada paso ­ése es su cometido, recordar­ que la emoción que buscamos en la literatura no siempre está en los libros.

Connolly y la prueba del tiempo
Por Carlos Pujol


En su libro más famoso, Enemigos de la promesa (1938), Connolly analizó lo que puede echar a perder la carrera de un escritor bien dotado: el alcohol, el sexo, las drogas, el dinero, el éxito, la política... Atracciones, nos dice, que conspiran contra la obra literaria, que la estropean o la truncan. Se escribe sorteando escollos. Y hay que preguntarse qué fue lo que le pasó a él, si es que le pasó.

Porque era un hombre inteligente, que lo había leído todo, que tenía una gran personalidad, según Maurice Bowra, uno de los santones intelectuales de Oxford, «el chico más listo de su generación». Y sin embargo hoy sólo es una referencia borrosa y sugestiva en las vidas de sus coetáneos, sus amigos, que han dejado una huella mucho más profunda.

Cyril Connolly (1903-1974), de una familia de larga tradición militar, estudió en Eton y Oxford, lo cual imprime carácter, y destacó muy pronto como un genio en ciernes; brillantísimo, culto hasta la exageración, «una de esas personas de talento indudable que parecen haber nacido para que se hable de ellas» (el juicio es de su condiscípulo Anthony Powell, el Proust inglés).

Compañero de Powell y de Orwell, de Graham Greene y de Evelyn Waugh (dos conversos al catolicismo que aparte de esto no estaban de acuerdo en nada), del novelista que usó el seudónimo de «Henry Green» y de otros quizá menos notables, pero que a su manera acabaron siendo figuras, como su íntimo amigo Ian Fleming, el inventor de James Bond.

Era una competencia durísima, pero a lo largo de decenios estuvo en la primera fila de la literatura inglesa; y aunque su novela The Rock Pool, de 1935, sólo consiguió elogios tibios y condescendientes, se le consideraba uno de los mejores críticos de los años treinta y cuarenta; primero en el New Statesman, desde 1939 en la revista Horizon, que fundó y dirigió con el poeta Stephen Spender, luego en el Observer... La izquierda que vivió exaltadamente la Guerra Civil de España (aquí estuvo también Connolly) y que después se desengañó de unas cuentas cosas.

En 1944 publicó La sepultura sin sosiego, miscelánea que tiene mucho de ácida y escandalosa confesión personal, y siguió siendo un guía de la literatura anglosajona, venerable y cada vez menos respetado por los jóvenes; Kingsley Amis, que tenía edad de ser su hijo, en sus memorias le trata con despectiva crueldad: «Nunca se hubiera oído hablar de él de no haber estado en Eton y Balliol».

Todo el mundo le conoció, le temió, le tuvo en cuenta, intercambió con él alfilerazos venenosos, por ejemplo, Waugh y Virginia Woolf; y han sido muchos los que le han aplicado su propia medicina opinando sobre cuáles fueron los «enemigos» interiores que hicieron que se frustrara una gran promesa, que el que iba para deslumbrante escritor acabase como un raro al que rinden culto unas minorías.

Según el crítico norteamericano Edmund Wilson, otro gurú de las letras, «es un hombre torturado por la abulia»; hay quien menciona su pereza, su fondo apático, y Prokosch dice que «utilizaba la literatura como adorno de su propia misantropía y de su impecable sentido de la moda». Es el sino de los dictadores, los demás no son blandos en el desquite, o, si se quiere, en la venganza.

Powell recuerda también su egotismo, su afán de omnisciencia y sus coqueteos con la frivolidad: «Le gustaba ser erudito, dandi, bibliófilo, gourmet, diletante»; se le evoca displicente, «fofo y con aires pontificales» (las bromas inmisericordes sobre su poco agraciado físico llenarían un volumen: alguien a quien una mula había pegado una coz en la cara, porcino, máscara griega, fealdad a lo Sócrates o a lo Verlaine).

Pero nada más revelador que lo que él decía acerca de sí mismo, abrupta y esquinadamente, desafiante: «Ser Baudelaire y Rimbaud sin pobreza ni sufrimiento», «en primer lugar prefiero el dinero, y después el sexo», el ideal del «epicureísmo bien entendido»: comer, beber, viajar, tabaco, bañarse en agua tibia, la conversación («oírme hablar», matiza).

Crispado, «más que envidioso, celoso», con la obsesión de fracasar (es el gran tema de Enemigos de la promesa) y sueños de gloria que no iban a realizarse. El hombre, asegura, es como un frutal que por su naturaleza ha de dar frutos, «ofrecer algo muy superior a lo que vale el árbol». Pero, ¿y si por culpa del sol y la lluvia la fruta no llega a madurar? Todo Connolly está en esa angustiada interrogación.

Hubiera querido ser Shakespeare, como también Lytton Strachey, sólo que éste se acomodó mejor a sus posibilidades, que por otro lado eran extraordinarias, y quedarse sólo en lo que fue le dejó amargo e inconsolable. «Siempre me he desagradado a mí mismo, y la suma de todos estos momentos de disgusto por lo que era es mi vida».

Como crítico y ensayista dijo muchas cosas que todavía hoy merecen leerse y meditarse, pero la agudeza y la cultura, también la ambición desnortada paradójicamente le malograron; algo así le sucedió al gran Sainte-Beuve, su modelo, a quien se parecía (lo cual no es un elogio de su guapura) o al mismo Wilson. Tampoco en su vida privada le salieron bien las cosas, y a su muerte parecía un meritorio y vano testigo de olvidados combates.

Un personaje que, al decir de Powell, desde la escuela se especializó en ganar becas, que fue siempre el mejor, un «mito», «el del héroe que triunfa en todo para descubrir en un momento dado la inutilidad de cuanto ha hecho, porque el Destino le ha dado malas cartas». Como Palinuro (con este nombre firmó prudentemente La sepultura sin sosiego), el piloto de Eneas que se distrajo mirando las estrellas, cayó al mar, a nado llegó a tierra y allí le mataron «bárbaras gentes», y su cuerpo no recibió honras fúnebres.

No quitar ojo a las estrellas hasta el punto de caerse al agua es tan bonito como peligroso. Y quedó así sin la gloria ritual a que tenía derecho, como una sombra inquieta vagando por el más allá, que en los infiernos dialoga tristemente con Eneas. El confesado ideal de Connolly era escribir «lo que pudiera durar al menos diez años», timidísima aspiración tal vez no del todo sincera. Un cuarto de siglo después de su muerte el lector tiene la palabra.

(Tomado de ABC Cultural)