lunes, septiembre 15, 2003

La post-eridad

Tuve una noche extraña. Posiblemente por las medicinas que me meto para la gripe, la garganta y el dolor de muelas (soy un botiquín ambulante) no pude dormir bien y me puse a escuchar en el walkman música de los Doors y a leer en español (porque ya lo había leído en inglés) un libro de Frank Lisciandro sobre Jim Morrison que se titula Una vida de magia. Se trata, obviamente, de un homenaje a Jim donde Lisciandro, el fotógrafo de siempre del grupo, cuenta anécdotas que vivió con Morrison.

Resulta que Jim era todo menos el pacheco insoportable que nos pinta el megalomaníaco Oliver Stone en su infame película. Me cae que después de leer el libro me dieron ganas de ofrecerle una hermana (si la tuviera) a Morrison para hacerlo mi cuñado. Era un güey a toda madre. Sólo en el escenario se transformaba en el monstruo que todos temían y adoraban al mismo tiempo.

A Morrison le sucedió el "síndrome Lucerito" 34 años antes: estaba hasta la madre de la prensa, que no lo tomaba en serio y le tergiversaba sus declaraciones. Por eso se dejó engordar y crecer la barba, para cambiarles la jugada, pero a los medios no les gustó, querían más de lo mismo, por los siglos de los siglos, por eso lo empezaron a chingar y él los mandó, literalmente, a la verga.

Resulta que hay una parte del libro que me conmovió mucho, cuando dice que Jim nunca le dijo una mentira. "Él no tenía que mentir porque no tenía nada qué perder ni nada qué esconder. Y no es que nunca haya cometido errores. Lo hizo y en grande, como sólo él podría hacerlo. Era un tipo directo, honesto y no le agradaba que le mintieran, lo gobernaran o lo explotaran. Y él no llegaba como un ángel vengador cuando descubría que la gente en la que había confiado le fallaba. Simplemente dejaba de creer en ellos. Cuando se fue a París, los amigos con los que contaba eran menos de diez".

Cerré él libro y traté de dormir. Como a la una de la mañana, cansado de dar vueltas en la cama, me levanté al baño y vi la silueta de mi carnal Tino sentado en la ventana. Padece insomnio desde hace mucho tiempo. Nunca lo había visto así, siempre se pone a ver televisión hasta que se queda dormido.

Entonces me asaltó la idea de que para mí esto del blog es una forma de tratar de mantenerme honesto conmigo mismo. Ayer pensaba, luego de escribir lo de Maribel, si era necesario ser tan rudo. Bueno, eso era lo que sentía entonces. A lo mejor mañana o pasado me llama y se me olvida todo y sigo de imbécil creyendo en ella. Pero ayer eso era lo que sentía y pues ya quedó registrado. Ni modo.

La cosa es que me doy cuenta de que no puedo escribir este blog como si le estuviera hablando a la posteridad desde un pedestal, como sí le hacen otros, como Heriberto Yepez, que es un cabrón loco y genial (como todos los locos) que tiene una máquina de pensar en lugar de cerebro (aunque parezcan ideas afines no lo son en absoluto), o como Rafael Lemus en sus Guerras de Tedio. Leo en un post de éste último del miércoles 25 de junio:

DEL BLOG

Bondad del blog: publicita nuestras fantasías más delirantes. Éste asegura escribir mejor que aquél; aquél se jura artista. Uno presume una vida sexual ficticia; otro se inventa un cerebro al instante. Mundo de fantasía: somos lo que decimos ser. Ése es el problema de publicar nuestros exabruptos privados.

No deja de ser insolente que algunos utilicemos el blog para excretar nuestras heces mientras otros cuidan de él como de sus jardines.

Algunos no hablamos de libros, revistas y artículos por pedantería. Hablamos de ello porque ése es nuestro trabajo. Otros escriben con la misma naturalidad de, por ejemplo, escritorios o ladrillos.

Mundo de niños malos. Todos critican a la inventada República de las Letras y se sienten terroristas. No resisten, sin embargo, la crítica de su propio submundo. Se defienden infantilmente: aseguran ir a la vanguardia y acusan a sus críticos de desconocer el futuro.

El antiintelectualismo está de moda. Tacha de solemne al inteligente, de pretencioso al original, de insoportable al legible. Sólo tú y tus faltas de ortografía son plausibles.

No hay nada malo en elogiar a nuestros amigos. El mal estriba en tener amigos indignos de todo elogio.


La neta: qué pinche güeva eso de siempre tener que estar obligado a ser (o parecer) el inteligente, el culto, el intelectual, el exquisito, el que todo lo sabe, el que todo lo entiende, el que tiene una opinión sobre todo y sobre todos. Yo no.

Yo tengo un chingo de dudas e incertidumbres y precisamente para tratar de aclarármelas escribo. Eso lo sé desde que tenía 17 años, cuando leí Muchacho en llamas de Gustavo Sáinz.

Y bueno: algunos escriben para ser admirados, otros para ser odiados, algunos más para inventarse una vida que no tienen, y casi todos para manifestar su existencia al mundo. Yo, en cambio, escribo esto para ser juzgado. Les adelanto que soy culpable de todos los cargos. Así que sigan leyendo.